Mucho antes de que los seres humanos inventaran el alfabeto, escribió el jardinero, filósofo y antropólogo español Santiago Beruete en su hermoso libro Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos, los árboles ya practicaban su propia escritura. La trama de ese relato, pródigo en detalles, puede leerse en los surcos de su tronco mucho tiempo después de que el recuerdo de los acontecimientos que los inspiraron se haya disipado. Algunos de los ejemplares más longevos del planeta ya existían hace 5.000 años, afirma Beruete, cuando los primeros escribas sumerios y egipcios garabateaban con sus punzones signos e ideogramas en sus tablillas.
Verdolatría es un fascinante libro que ha reafirmado la vida de mi amiga Tita Beaufrand y entre millares de sabias verdades y reflexiones dice que los árboles son los organismos vivos mas grandes, longevos y con mas biomasa del planeta, con independencia de la variedad a la que pertenezcan. Las secoyas gigantes de la familia de las cupresáceas son los más altos del mundo. Cuarenta de ellos se elevan majestuosamente por encima de los cien metros de altura y siguen creciendo mientras escribo estas líneas. Otro miembro de esa especie conocido popularmente como el General Sherman pasa por ser el más pesado y voluminoso, el que acumula más metros cúbicos de madera a juzgar por el grosor de su tronco y su colosal copa. Y entre los más viejos se encuentra un pino bautizado como Matusalén, de las Montañas Blancas de California al que se le atribuyen 4.841 años de antigüedad; un ciprés mas conocido como Zoroastrian Sarv de la provincia de Yartz en Irán con una edad estimada de al menos 4.000 años; el tejo que crece en un pequeño cementerio parroquial junto a la iglesia de St. Digan en Llangernyw Gale, que supera de largo los 3.000 años; el Castaño de los Cien Caballos localizado en las laderas del monte Etna en Sicilia, el más anciano de su especie con una edad comprendida entre los 2.000 y los 4.000 años; o el olivo de Vouves en la isla de Creta, asimismo de más de 3.000 años de vida, entre otros muchos árboles milenarios repartidos por los 5 continentes.
Los años que me vieron correr primero por las caminerías del Parque del Este y luego a campo traviesa, me obligaban a acelerar mi trotecillo sexagenario o septuagenario -pero siempre elegante- cuando miraba a Salvador Garmendia capitaneando al «Ateneo que camina», como llamaban en el parque al grupo de amigos y pedagogos que se le unieron. Pasaba a un lado veloz y los saludaba alegremente: «¡Esos intelectuales!» y al dejar de verlos, recuperaba la ancianidad de mis pasos. En la tarde, en la sala de mi casa, Salvador decía que en el «Ateneo que camina» se comentaba que me estaba preparando para el Maratón de Nueva York. «A veces, agregaba Salvador, se nos une Manuel Caballero con ropa y zapatos deportivos comprados a última hora y echa los mismos malos chistes de siempre, pero acezando».
El hecho es que el «Ateneo que camina» me vio abrazar a los viejos árboles que encontraba en mis correrías y al abrazarme a ellos sentía que se asentaba en mí el vigor que los mantenía vivos y vibraba y recorría por todo mi cuerpo la misteriosa presencia del tiempo y ahora mientras leo con avidez a Santiago Beruete vuelvo a sentir al tiempo devolviéndose en mi memoria. Sí, siento correr por mis venas el tiempo vivido por el árbol de mayor edad, un tiempo marcado en las rugosidades de su corteza, y en sus círculos interiores la savia que navega en su tronco y se reparte entre sus ramas y desde entonces cada árbol que veo y toco es un ser vivo y sagrado porque también yo lo soy. Se lo dije a Salvador cuando me vio a los ojos con mirada de lástima porque sabía que le quedaba poco tiempo y me confesó que ya no podía disfrutar más la compañía de sus amigos del «Ateneo que camina». «¡Abrázate a un árbol, le dije, y seguirás viviendo!».
¡Pero no lo hizo, escapó, desertó del parque. Parece que las últimas palabras que le escucharon decir mientras lo llevaban para la clínica fueron: «¡Avísenle a los Izaguirre!». Yo sigo abrazado a los árboles porque sé que son sagrados y ¡mi vida también lo es!