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Todas las Habanas son Habanas perdidas * 

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Collage El lado más soleado y más oscuro de mi calle. Luis Leonel León, 2023

Debemos reconocerlo: los habaneros, para bien y para mal, solemos pensar en nuestra Habana cuando pensamos o recordamos Cuba. O viceversa. No es que lo queramos o nos propongamos hacerlo así. No es solo cuestión de costumbre, visibilidad, encierro, distancia focal o profundidad de campo.

Quizá es parte de la mecánica social y personal que nos ha cimentado el fuego de la tradición, ese paisaje único o casi único que es La Habana, las trampas y aún el misterioso encanto, hace tanto tiempo malinterpretado, desvirtuado, traumado y malherido, que La Habana ejerce, con inefable desparpajo y tormentos, sobre los espíritus que la han vivido intensamente. Incluso sobre aquellos que a pesar de haber nacido en otras ciudades llevan, tal vez para siempre, la marca de agua de La Habana. Agua tan pura, impura y traficada como pocas otras.

Llegado a este punto, nadie con dos dedos de frente dudaría que soy un habanero convencido, aunque hace muchos años no viva en La Habana, que no es lo mismo que no vivir La Habana.

Algo similar a esa manía más o menos intangible no deja de ocurrirme con el escritor, periodista y guionista de cine cubano, exiliado y fallecido en Londres, Guillermo Cabrera Infante (GCI). Uno de los habaneros que no nació en La Habana, sino en la ciudad de Gibara, provincia de Holguín, casi al otro extremo de la isla, en el particular oriente del país. Aunque yo no viví La Habana o las Habanas que vivió Cabrera Infante, de algún modo las he vivido y las sigo viviendo gracias a sus libros, fabricados a base de memorias, invenciones, anhelos, ironías, obsesiones y nostalgias, muy cerca de las Habanas que me contó mi abuelo paterno, el único que conocí y que no en balde a veces recuerdo como si se tratara de uno de los personajes del autor de Así en la paz como en la guerra (1960), Un oficio del siglo 20 (1963) o Vista del amanecer en el trópico (1978). Por sólo citar 3 obras tan distintas como cohesionadas de GCI.

“Es en pasado cuando vemos el tiempo como si fuera el espacio”, pensaba Caín, seudónimo donde se juntan las dos primeras letras de los apellidos de GCI y con el que durante un tiempo firmó sus exquisitas crónicas de cine, muchas de ellas recogidas por la editorial barcelonesa Galaxia Gutemberg en el volumen El cronista de cine de 2012.

Mi abuelo, cuando el creador de Mea Cuba (1992) aún vivía, me confirmó que las memorias de GCI eran muy parecidas a las suyas. El viejo Chicho León (como se le conocía en el barrio de Buenavista), habanero de pura cepa, no se dedicó a la literatura. Más que leer le gustaba el cine y escuchar la radio, y fue desde guardaespaldas, chofer, electricista y carpintero hasta dueño de un salón ilegal de juegos de mesa que montó en el patio de su casa en Cuba, donde desde 1959 casi nada es legal. Mucho menos la memoria, acotaría con sagacidad mi abuelo, tal como si hablara el propio GCI o uno de sus personales. Creo que al autor de Delito por bailar el chachachá (1995) le hubiera encantado conocerlo. ¿Quién sabe si lo hizo? ¿O si le sirvió de inspiración? De cualquier modo, sus obras registran ese espíritu de una Habana, como símbolo de la isla, atravesada por el terremoto más destructivo que hemos sufrido los cubanos: la larguísima persistencia del comunismo.

La literatura, como la historia misma, está impregnada de historias que siempre serán desconocidas. Y aunque sus registradores nunca darán abasto, vale agradecer el enorme trabajo a GCI. De eso también se trata esa milenaria obsesión por las palabras y las historias que es la literatura. Es interesante entender que cuando la memoria de las ciudades y los tiempos perdidos se juntan con la buena literatura, como lo es toda la obra del inventor y registrador de las historias de Tres tristes tigres, surgen situaciones como estas, dónde ambos ámbitos están tan ligados que ya es imposible separarlos e incluso diferenciarlos con exactitud. No solo lo sabía sino que además lo padecía el autor de La Habana para un infante difunto. Lo sé y lo padezco.

Y –no faltaba más– también el poeta, ensayista y periodista Waldo González López, quien ha escrito un excelente texto titulado Cuba, La Habana y José Martí: La obra de Guillermo Cabrera Infante, como discurso de su investidura en la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE), al cual se me solicitó responder con estos párrafos, y donde más que respuestas recuento y reencuentro mi eterna pasión por La Habana. Esa isla dentro y fuera de la isla que registró como pocos GCI.

Waldo es otro habanero que no nació en La Habana sino en Puerto Padre, en la oriental provincia de Las Tunas, ciudad que también diera la bienvenida el gran pianista de jazz latino Emiliano Salvador, otro habanero convertido, que no por casualidad compuso en La Habana su famosa pieza A Puerto Padre. ¿Hubiera sido lo mismo crearla en su terruño natal? No lo creo. Y no porque “La Habana es la Habana”, como claman algunos fervorosos habaneros nativos, adoptados y adoptivos, sino porque las ciudades que más queremos se vuelven más queridas cuando vivimos más allá de sus márgenes. Suelo sentirlo y creerlo. Como mismo siento y creo firmemente que todas las Habanas son Habanas perdidas. No solo las de GCI. Algo que no ocurre únicamente con mi ciudad. GCI escribió sobre La Habana toda su vida, dentro y fuera de La Habana. Y siento que desde Londres lo hizo con muchísimo más fervor. Y muchísimo más dolor. Siquiera su profunda ironía lo salvó.

Sabe Waldo que GCI jamás pudo separarse del embrujo de La Habana. Sabe perfectamente que tampoco puede borrar ese efecto en él, aunque lo intente. Así la terminen de desbaratar, así la borren, pues La Habana que nos acompaña no es el vulgar espejismo en que la revolución comunista ha convertido nuestra capital, que más que una ciudad es hoy un cóctel molotov de miseria, hipocresía, miedo y vulgaridad legitimada en una decadente cultura popular, nada que ver con la cultura y el lenguaje populares que registró el Premio Cervantes de Literatura 1997. Pareciera increíble a los niveles a que ha llegado toda esa bazofia que nos hizo escaparnos, salvarnos, no continuar siendo piezas de sus derrumbes y ocaso sociocultural. Mi generación y las que han seguido son, entre otras cosas, un carnaval de escombros y naufragios.

Duele La Habana. Y cuando se lee La Habana salvada por GCI, puede doler más. Se siente en el texto de Waldo González. Leer mi ciudad, mi primera ciudad, fue alguna vez, mientras viví en ella, una de mis lecturas favoritas. Creo que la más ardua y a la par la más adictiva. La Habana, como pocos sitios, más que un lugar en el mundo es un libro. Y no siempre abierto. Muchas de sus páginas han sido arrancadas, incineradas, trastocadas, vueltas un doloroso y ordinario olvido. Por suerte no todas.

Mi Habana, nuestra Habana (me atrevo a decir) más que una ciudad, es un artefacto mental, sentimental, no sentimentaloide. Un ejercicio, eso sí, repetido, casi obligatorio, casi como una buena borrachera por una razón insignificante pero inevitablemente gozada. Y para nada me molesta esa relación de celador, de guardaespaldas que compartimos La Habana y yo, ella conmigo y yo con ella. Me duelen las piezas rotas de la ciudad real, sus profundas y sucias heridas, pero como un niño feliz que arma un rompecabezas me salva pensar en sus mejores tiempos. Su historia. O todo ese mar incontenible, intocable, a veces irreal, que pretendo conservar como su historia. La que me contaron, la que leí. La que imagino. La mía en ella. Creo que algo parecido le sucedía a GCI. Y también a nuestro nuevo académico Waldo González, autor de un libro de versos que no por casualidad se llama Salvaje nostalgia.

Waldo también padece de esa bendita enfermedad que es amar La Habana, a pesar de su destino. Sin ceguera, quiero pensar, aunque todo amor, en algún momento se vuelve más o menos ciego. Dos títulos de Waldo atrapan estas sensaciones, o certezas: Ferocidad del destino y El sepia de la nostalgia. Y no se trata de una pobre nostalgia, ni mucho menos de melancolía por la arquitectura, destartalada en gran medida, ni por los recuerdos de los muchos años que allí vivimos, buscándola, buscándonos entre sus mitos, avatares, escombros, misterios, andamios y finalmente entre sus fugas, de las que somos parte. Somos millones los fugados. Querer saberla, vivirla, es un interés sostenido, una especie de imán que nos empuja contra los significados simbólicos de eso que es más que ciudad y memoria. La Habana es mucho más que eso. No solo para mí. Lo demuestra la buena literatura que ha sido imposible no escribirle a La Habana. GCI es quizás el ejemplo más universal en el siglo XX.

De ahí que más que cavilarla o estar al tanto de lo que allí sucede por las noticias -las ciertas y las inventadas, que nunca faltan- o por los testimonios de algunos amigos, esos que a veces se atreven a contarla y a confesar sus quebrantos, La Habana llega más a mí, y a muchos otros (algunos aquí presentes) por sus libros. Que tal vez sean pocos, pero sus espíritus nunca nos abandonan. Libros que cuentan las historias de la ciudad y libros que, además, como un plus decisivo, han podido atrapar los sentimientos de su gente, que siempre será mucho más difícil, y también más raro. Esa especie de pericia que pertenece más al oficio de escritor que al de periodista, historiador o perturbado recolector de hechos. La Habana está hecha talco, suele decirse, pero también está hecha libros. Y aquí vuelvo, volvemos, a agradecerle a GCI.

Hay libros y autores habaneros a los que siempre, al menos desde los años noventa, no he podido dejar de regresar. El caso más recurrente e inevitable es ese habanero que, insisto, no nació ni murió en La Habana, GCI y dos títulos clásicos: Tres tristes tigres, escrita hace más de 50 años, y La Habana para un infante difunto, publicada hace más de 40. El autor y las novelas que más cerca tengo, que más cerca viven entre La Habana y yo. Y tal vez a los que más he recurrido con un placer infinito, que no decrece, muy al contrario, al menos hasta ahora. Ni Salinger, ni Kundera, ni Eco, ni Borges, a los que he vuelto una y otra vez, sin proponérmelo, sin proponérselo, me han regalado tantos placeres literarios como estas invenciones de Caín, el autor más cubano, más habanero que conozco. En todo esto me complace coincidir con Waldo. O al menos eso leo en su discurso.

Es un placer darle las gracias a Waldo González por este ensayo sobre GCI y darle a su vez la bienvenida a la AHCE. Una pequeña casa imprescindible para devolverle a Cuba su propia historia. La historia real e inevitablemente incompleta que la gran mayoría de los cubanos no solo desconoce sino que ni siquiera imagina. Es bueno reconocer en el texto de Waldo la mirada de GCI. Lo ha retratado con pericia y pasión, tal como escribiera Caín. Siempre será un placer, aunque nostálgico, recordar que La Habana de hoy y de las últimas décadas no siempre fue esta pérdida casi infinita de La Habana más hermosa, más Habana. La Habana difunta que vive en mí. También, según entiendo, en Waldo. Una Habana esencial que muy a pesar de todo no se ha hundido. Ahí está, como escribiera GCI, “todavía surgiendo de entre el océano y el golfo; ahí está”, como si nada.

Algo así escribí en 1997, echando mano a los juegos tropológicos y la ambigüedad para burlar la censura. Cuando GCI ganó el Premio Cervantes de Literatura en 1997 le dediqué una emisión de mi programa Una imagen posible, que durante varios años realicé en Radio Metropolitana, la emisora cultural de La Habana. Al día siguiente me llamaron a la oficina del director provincial de radio porque no entendían cómo le había “dedicado el espacio a un contrarrevolucionario”. Tal como otras veces “me hice el loco” y mostré el guión, que no por gusto había guardado, donde, citando algunos textos de Caín, se elogiaba su amor por “la capital de todos los cubanos”, como aseguraba un eslogan radial de la época.

Recuerdo los rostros congelados de los censores mientras, mostrándome asombrado, les leía fragmentos irrefutables como el grandilocuente final de Vista del amanecer en el trópico: “Esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después del último indio y del último español y después del último africano y después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y verde, imperecedera, eterna”. A los censores, con cara de yo no fui, les dije que era yo quien no entendía cuál era el “mensaje contrarrevolucionario” en tan hermosa esperanza. Fue un espectáculo más propio del teatro del absurdo que otra cosa. Y claro que estas locuras no me ocurrieron solo a mí. Sigo pensando que las letras de Caín nos han servido hasta para burlarnos de los tracatanes y censores.

No es gratuito que cada vez que alguien, cubano o no cubano, me pregunta qué es La Habana, por muchos tópicos que pueda abordar, termino diciendo que La Habana es la obra de GCI. Y viceversa. Al menos es ese el latir más auténtico de La Habana que yo siento. La que me interesa. La que quiero. Aunque ya no sea el infante que leyó sus libros en otra Habana que tampoco es la de hoy. Aunque sus tigres se hayan vuelto animales aún más intangibles, borrosos, famélicos como una palabra sin aliento. Como una ciudad sin mitos, sin pasiones, sin elogios, sin sueños como estos. Y aunque en algunas cosas no sea más que su habitual difunto. La Habana está ahí, en esas páginas que pueden tocarse como un arpa de piedra. Lo que ahora vemos sobre sus calles, y en otras de la isla, es solo el espejismo de un viejo funeral que aún no termina. Debemos reconocerlo: todas las Habanas, no solo la mía, la de Waldo y la de Caín, las tuyas, son Habanas perdidas. Basta de engaños.

 

*Respuesta al discurso de investidura de Waldo González López en La Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE), 3 de febrero de 2023, Miami. 

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