«Una auténtica historia de guerra nunca es moral. No instruye, ni alienta la virtud, ni sugiere modelos de comportamiento, ni impide que los hombres hagan cosas que siempre hicieron. Si una historia de guerra parece moral, no la creáis”. (Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Tim O’Brian).
Soy un hombre poco dado a seguir según qué consejos. Al menos suelo filtrar la persona que me lo da y el contexto en el que se produce. Así que, aunque mi admirado Joaquín Sabina es un convencido de que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, nunca le he hecho caso. Es más, soy un convencido de lo contrario.
Soy un hombre de retornos. Y no hablo exclusivamente de lugares. Se puede retornar, también, a otros contextos que te han hecho feliz. A mí, particularmente, me ocurre con la literatura. Hay libros que he leído en incontables ocasiones y, cada vez, me han transportado al mismo lugar, cada vez me han aportado la misma serenidad o la misma inquietud. Son mis lugares a los que volver, cuando no encuentro refugio.
En este contexto, y afectado, indudablemente por los acontecimientos, en estos días he comenzado a releer, por enésima vez, Territorio comanche de Arturo Pérez-Reverte. He de decir que yo siempre he sido un ávido lector de Pérez-Reverte, leyendo casi todas sus novelas, hasta el año 2020, más o menos. Aún así, podría asegurar que este libro, que él denomina relato, es el único que he releído, muchas veces.
Puede que sea, casi estoy seguro de ello, porque aquí relata hechos ciertos. Es aquí donde reside la mayor bajeza humana, donde encontramos a los auténticos villanos, a las verdaderas víctimas inocentes y, por supuesto, a los héroes de carne y hueso. Por muy atrayente que pueda ser un personaje literario, ficticio, nunca tendrá la fuerza de un personaje real. En este libro, Arturo Pérez-Reverte, bajo el avatar de Barlés, que sin embargo va acompañado de Márquez, apellido real bajo el que se esconde José Luis Márquez León, compañero de Pérez-Reverte en la guerra de los Balcanes y otras contiendas, nos relata, con toda crudeza, las vivencias adquiridas en aquella contienda que también tuvo en vilo a Europa, como sucede ahora con la invasión de Ucrania.
Resulta apasionante, aunque el tema sea tan crudo, como la realidad y la literatura se entrelazan, hasta tal punto que muchas veces cabe la duda de si la literatura imita a la vida o, por el contrario, es la vida la que imita a la literatura. En este sentido, probablemente porque yo soy un voyeur de vivencias ajenas, en tanto que pueden enriquecerme, casi siempre leo literatura contemporánea. Si, es cierto, reconozco, no sin cierta vergüenza, que apenas he leído a los clásicos. Es más, hasta hace unos años, leía, principalmente, autores contemporáneos españoles. Reconozco, ahora, que me estaba perdiendo mucho, pero a mí me hace falta identificarme, si no con los personajes, al menos con la situación o con la localización del relato.
Quizá por eso, el libro que más veces he releído en mi vida es París era una fiesta de Ernest Hemingway. He visitado París en numerosas ocasiones y, si es posible estar enamorado de un lugar, París es mi gran amor geográfico. Por eso, cuando releo este libro y recorro, virtualmente, sus localizaciones, puedo sentir la humedad en los pies del adoquinado de esa ciudad magnífica, puedo oler el Sena y recordar los restaurantes griegos del barrio latino, con su Sirtaki bailado sobre las mesas y su suelo alfombrado de pedazos de los platos que, al final de la cena y el baile, tirábamos al suelo. Ese retorno me hace feliz.
Volviendo a la situación actual, la de la guerra, hubo, hay y habrá infinidad de autores que han escrito sobre guerras. Algunos, indudablemente, recurriendo a la ficción, aunque lo hayan hecho magistralmente, como Ken Follet, con su trilogía The Century, en la cual, a través de la vida ficcionada de varias familias, nos hace recorrer el siglo XX a través de sus guerras, las dos mundiales y la guerra fría. Es cierto que nunca alcanza la crudeza de la realidad, pero tiene un punto didáctico en cuanto a sucesos, lugares y fechas que, de otro modo, yo no hubiese recordado o incluso conocido.
Es este punto didáctico de la literatura de guerra el que yo, personalmente, busco en estas obras. Y no solo para mí, sino para mis hijos, para nuestros hijos. Al contrario que Tim O’Brian, en la cita con la que hoy he comenzado este texto, yo creo en la capacidad del ser humano de aprender de los errores. Es cierto que se aprende más de los propios que de los ajenos, pero, desde mi maltrecho idealismo, espero que seamos capaces de no repetir los errores más sangrantes que cometieron los que nos precedieron.
Por eso, y porque tengo tres hijos, inteligentes pero temperamentales, en mi casa siempre ha habido mucha literatura bélica, atendiendo, sobre todo, a uno de los mayores errores de la historia de la humanidad, el holocausto. La llave de Sara, Suite francesa o El niño con el pijama de rayas, por poner algunos ejemplos, andan siempre por allí, como parte del atrezzo, esperando caer en manos de quien quiera aprender algo. Y tengo que decir que alguno de mis hijos ya ha caído entre sus páginas. Espero que sirva de algo.
Citaba anteriormente a Ernest Hemingway, indudablemente, otro gran cronista de numerosas guerras, especialmente en la primera mitad del siglo XX. Si bien su actividad comenzó desarrollándose en el periodismo, como corresponsal de guerra, pronto, por fortuna para la literatura, derivó al novelismo. De esta etapa, de novela bélica, podemos encontrar obras como Then sun also rises o A farewell to arms. En este caso, a pesar de ser ficción, imbuidas de una realidad que el autor había conocido de primera mano. En este sentido, el propio Hemingway explicaba que “el estándar de fidelidad del escritor a la verdad debe ser tan alto que su invención, a partir de su experiencia, produzca una explicación más verdadera que cualquier hecho fáctico. Los hechos se pueden observar mal; pero cuando un buen escritor está creando algo, tiene el tiempo y alcance de hacer de ello una verdad absoluta”.
Así, pues, no nos olvidemos de la importancia y la estrecha relación de la literatura en las contiendas. Aunque sea una terrible contradicción, el conocimiento también puede generar guerras, pero sobre todo puede ganarlas y, en el mejor y más deseable de los casos, evitarlas. Y no hay un arma más poderosa que el conocimiento.
Es nuestra responsabilidad criar y educar a unas generaciones que habrán de elegir entre la pluma y la espada, entre la tinta y las balas. Dirijamos su camino y dirigiremos el futuro que queremos para ellos.
“Yo tengo un arma, para muchos peligrosa. Una espada, con afilada hoja. Un arma que se clava, en la memoria y el alma. Mi arma más peligrosa es la palabra”. (“La pluma y la espada”. Débora Pol).
@julioml1970