En bastantes ocasiones, cuando provocaba los encuentros de saberes en Tucupita, el maestro Félix Adam asumía una extraordinaria actitud que priorizaba su incitativa por nosotros: cursantes de la maestría en Andragogía, hace ya muchos años; de lo cual estamos eternamente agradecidos.
Nos señalaba, con suficiente determinación, que “no habrá excusa que valga para quienes somos hechuras y estamos comprometidos con la academia”. Con suficiente fuerza discursiva impelía: “Sería imperdonable si pretendiéramos escurrir el obligado debate y la plural confrontación que explorara nuevos horizontes y desplegara múltiples miradas por el futuro de la educación en Venezuela”.
“Tienen que atreverse o se apartan”. Además, exponía en su cátedra: “Definitivamente es un atrevimiento teñido de audacia que escrutemos a la educación desde sus interioridades. Eso es lo hermoso, aunque produzca vértigos”.
Quiénes más sino nosotros, en sentido genérico para reconocer, luego del diagnóstico más descarnado, que la educación nuestra, en sus distintos niveles y modalidades ha devenido en una estructura ambigua, que poco o nada ha hecho para ir adaptando sus mecanismos y procedimientos conforme a las exigencias de los tiempos actuales; con lo cual admitimos que las realidades externas llevan un ritmo de aceleración superior, en todo, valga decir hasta para la construcción de conocimientos, menos para propender a la sociedad de la creatividad y la innovación.
Una de las premisas que hemos sostenido quienes abrigamos, por razón y emoción, a la Andragogía (hechura del maestro Adam) viene dada en que no basta enseñar, aunque sea rápidamente, hay que hacerlo también sólidamente. Con emoción y amorosidad.
El eterno maestro de América insistía en que, en vez de recurrir, casi sin escapatoria, a los “libros muertos” nos inculcaba que fuéramos más creativos: a los niños, jóvenes y adultos deben presentárseles las vivencias.
El deltano Félix Adam, considerado padre de la Andragogía para los países latinoamericanos, pregonó su extraordinaria teoría en diversos escenarios académicos con el siguiente enunciado:
“Sólo haciendo se puede aprender a hacer. En vez de palabras: sombras de las cosas, lo que hace falta en las escuelas es el conocimiento de las cosas mismas”.
Nos indicaba, de modo reiterado, que la educación primero pedagógica y luego andragógica transcurre toda la vida, en sus diversas etapas; porque, siempre estamos aprendiendo.
La educación andragógica –su hija predilecta– se desarrolla a través de una praxis fundamentada en los principios de participación y horizontalidad, con carácter sinérgico, para que se incremente el pensamiento, la autogestión, la calidad de vida y la creatividad del participante adulto.
Prestemos atención a este dato curioso. Habiendo nacido en un pueblito llamado El Toro, jurisdicción del municipio Antonio Díaz del estado Delta Amacuro, Venezuela, el 24 de diciembre de 1921, nuestro ilustre educador luchó con dedicación y esfuerzos titánicos para fracturar la voracidad de tal “genética social”; para que el medio rural-indígena no lo absorbiera. Logra proyectarse en el mundo en razón de sus aquilatados conocimientos.
Un excepcional y admirado maestro de escuela, de comienzos del siglo XX, en nuestro Delta, tan preterido, entonces, por los decisores de las políticas públicas.
Fogoso en el discurso, denso y brillante en su cultivado léxico y severamente crítico para lograr que las cosas y las causas se dieran con justicia y eficiencia.
Félix Adam fue el gran proponente y promotor en los procesos de enseñanza-aprendizajes de “hacer y no decir”.
La acción siempre lo llevó al hecho. Tal disposición actitudinal nos recuerda que los filósofos orientales hablaban de la acción continua, del hacer en el instante presente.
Alguna vez, cuando me asesoraba para la creación del Instituto Universitario de Tecnología del Delta, me dijo: “Lo que importa es lo que hacemos con la conciencia lúcida y los cambios que permanentemente se están ejecutando alrededor de uno; porque cada instante es único e irrepetible”.
Cuántas veces el docente puede ahorrarle al estudiante, de cualquier grupo etario, años de sufrimiento y frustración sólo con una palabra amable, un gesto de identificación, la ubicación en su mismo plano de aprendizaje; pero, un educador con la autoestima baja, poco remunerado, como el nuestro, tanto en dinero como aliciente vocacional, jamás podrá dar a los otros lo que él mismo está necesitando, como el aire que respira.
Al respecto, Adam inducía a la participación comprometida, fundamentada en el estudio, al análisis crítico de cualquier problemática.
Maestro por vocación y empeñoso realizador de sus grandes ideales dejó huellas profundas en todas las actividades que le correspondió desempeñar.
Fue un hombre que amó la naturaleza y nunca olvidó su origen, ni a “La tierra de las aguas” donde nació.
Me manifestaba que sentía la pobreza, la miseria, la desnutrición, las enfermedades, el dolor del pueblo, la mirada de desesperanza campesina, y que por eso aceptó el reto de ser educador. Y fue un verdadero ductor de generaciones, en la proyección inextinguible de esta palabra; que en todos los idiomas del mundo sirve para eternizar la sabiduría y la dignidad del ser humano sobre la tierra.