OPINIÓN

Tiempos tormentosos para la justicia

por Carlos Sarmiento Sosa Carlos Sarmiento Sosa

En ocasiones, las decisiones judiciales no son del agrado de los gobernantes, especialmente los autoritarios, quienes manipulan los mecanismos constitucionales y legales para poner a su servicio los sistemas judiciales de modo que los magistrados se troquen en mujiquitas que libren fallos acomodaticios a sus intereses; mientras que, devotamente, cumplan la proskynesis bajo las consignas de lo que el constitucionalista español Manuel Aragón denomina “teología jurídica de poder”, o sea, la exaltación de nuevos príncipes o soberanos, en forma de caudillo o de eterno comandante, o de un partido único o sobrepotente.

En la actualidad, tres países se encuentran frente a cuestionadas reformas judiciales que han originado una serie de debates acerca de la conveniencia de avanzar en la aprobación de los proyectos presentados.

En la Argentina, el gobierno pretende una reforma judicial en la que el aspecto más delicado se centra en el aumento del número de miembros de la Corte Suprema de Justicia para llevarlo de 5 a 25 magistrados bajo el pretexto de establecer una Corte Federal. “[…] aparece con toda nitidez la verdadera intención: subordinar completamente a nuestro máximo tribunal al poder político”, expresó el Colegio de Abogados de la ciudad de Buenos Aires en una reciente declaración, a lo que el presidente de esa institución agregó que el proyectado incremento numérico de integrantes de la Corte “[…] no es sino la reedición de maniobras que se han ensayado muchas veces en el pasado. No es aventurado afirmar que la historia de la decadencia argentina va de la mano de la historia de la manipulación de su Poder Judicial”.

A los efectos del nombramiento de los miembros de la Corte, en el país sureño se propone que lo haga el presidente de la nación con el acuerdo del Senado, que es la Cámara que reúne a los representantes de las provincias. “Lo que se pretende instaurar ahora es un Senado paralelo de carácter jurisdiccional […que…] desconoce de manera palmaria la naturaleza del Poder Judicial en general, y de la Corte Suprema en particular, que no es un órgano representativo ni corporativo”, dice la organización gremial porteña.

Por su parte, el exministro de Justicia Roberto Lavagna criticó el modelo de nombramiento de magistrados que prevé el proyecto y expresó: “Esta extraña idea de provincializar la Justicia, en sus más altos niveles, abre la puerta a un mercado de favores y contraprestaciones y al juego de votaciones basadas en la política y no en la Justicia”.

Es evidente que la iniciativa oficialista -en el pasado hubo otras con el mismo objetivo- claramente pone en evidencia el interés político del grupo gobernante de someter a la cúspide del Poder Judicial argentino y, por ende, poner fin a la independencia judicial, por lo que, como concluyó el citado Colegio de Abogados: “La Argentina no podrá emprender el camino del progreso mientras esté sometida a constantes embates contra las instituciones fundamentales del Estado de Derecho”.

Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia han respetado sus togas no cayendo en una diatriba, se han limitado a mantener silencio. Sin embargo, un agudo comentarista refirió que “[…] el proyecto fue recibido en el máximo tribunal con una mezcla de hilaridad e indiferencia. Se la ve, en principio, como una idea de neto corte político, dirigida a estrechar a corto plazo la grieta entre kirchnerismo y albertismo y, hacia adelante, intentar controlar políticamente el Poder Judicial”.

En otro lado del mundo, en Israel, un país que se ufana de contar con estables  instituciones democráticas, también se intenta imponer un cuestionado programa de reforma del sistema judicial, aunque el gobierno se ha visto forzado a aplazar su empeño gracias a la presión de las multitudinarias protestas y al anuncio de una huelga general convocada por la Histadrut, la principal confederación sindical israelita.

El proyecto, que incluso ha originado el cese del ministro de Defensa -éste había planteado la posibilidad de dilatar la discusión parlamentaria del mismo- busca incrementar el poder de los políticos sobre los jueces so pretexto de equilibrar la correlación de fuerzas entre los cargos electos y disminuir el rol de la Corte Suprema, a la que el oficialismo considera politizada, mientras que los que se oponen consideran que la reforma amenaza la separación de poderes y el carácter democrático del Estado de Israel. Concretamente, el gobierno apuesta a otorgar más poder a las decisiones de la Knesset (Poder Legislativo), en detrimento de la revisión judicial de la Corte Suprema. Si la reforma resultara aprobada, los legisladores podrían aprobar leyes que el Supremo haya anulado previamente, apenas con una mayoría simple.

De esta forma, los políticos tendrían más influencia en la selección de los magistrados y los ministros podrían designar a sus propios asesores legales, en vez de acudir a profesionales independientes, y se eliminaría el cargo de fiscal general, lo que permitiría al primer ministro nombrar su propio fiscal del Estado, lo que le facilitaría eludir su procesamiento por cargos de corrupción.

En la vieja Europa, en España, continúa la guerra desatada por la coalición gobernante con miras a someter al Consejo General del Poder Judicial (CGPG), un órgano constitucional, colegiado, autónomo, integrado por jueces y otros juristas, que ejerce funciones de gobierno del Poder Judicial con la finalidad de garantizar la independencia de los jueces en el ejercicio de la función judicial frente a todos. Para cumplir sus objetivos, el gobierno promueve una reforma legislativa que le facilite la mayoría en el CGPG, lo que Juan Manuel Fernández, un vocal de este organismo, ha repudiado con una breve declaración: “La independencia de la justicia es la piedra angular de una sociedad democrática. Si los jueces no son independientes, los ciudadanos no tienen garantizados sus derechos”.

Quienes persiguen torticeras reformas del sistema judicial buscan de esa manera que la clásica división de poderes del barón de Montesquieu pase a ser simplemente una fachada que aparente sostener un inexistente Estado de Derecho donde los jueces son controlados desde su nombramiento, frecuentemente hecho “a dedo”, sin un régimen de ingreso a la carrera judicial, y sin más credenciales que su afiliación o adhesión política al régimen, o donde los magistrados son designados sin cumplir los requisitos exigidos por el marco regulatorio: honorabilidad, gozar de buena reputación y ser reputado jurista.

Bajo esas condiciones de sometimiento del sistema judicial es imposible la existencia del Estado de Derecho y por ende de la seguridad jurídica, como lo ha expresado Ramón Escovar León (https://bitlysdowssl-aws.com/opinion/un-acuerdo-judicial-con-francia/):

“Las decisiones judiciales permiten medir la fortaleza del Estado de derecho y el grado de desarrollo de la cultura jurídica de los países. Las sentencias que emanan de un Poder Judicial independiente generan confianza en la sociedad por su fuerza persuasiva y por el respeto a sus doctrinas [ … ]”.