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La palabra incertidumbre indica ausencia de seguridad y, en consecuencia, de confusión, porque lo certum es lo que se es capaz de entender dada su condición de distinción. Y de hecho, lo in-cierto es la negación determinada de uno de los emblemas fundacionales de la modernidad, postulado como principio supremo nada menos que por Descartes en el Discurso del método: clarté et distinction. Lo que no es claro y distinto es, pues, incierto. Justo como en estos dolorosos tiempos de desgarramiento. El loco de la casa se ha vuelto a escapar del cuarto del patio, anda desatado, furioso y agresivo, y esta vez viene por todos. Y es que no hay nada más distante de los valores constitutivos de la cultura occidental que el fascismo, ese loco del cuarto del patio, herencia de los tiempos de la barbarie. De hecho, la ideología fascista se sustenta en el retorno del mito de un supuesto reencuentro ancestral, o más bien, de un “regreso sin retorno” a “los orígenes naturales”, a los “verdaderos principios” autóctonos, “puros” y “divinos”, que caracterizan a un determinado pueblo, eliminando de él todos aquellos rasgos de “contaminación” que lo han pervertido y “desviado” de sus “auténticas” virtudes, de sus más primitivos sentimientos. Occidente es sinónimo de mestizaje, de diversidad, de diferencia irreverente. Mezcla de las más variadas etnias y culturas que hacen crecer y con-crecer, sin complejos ni prejuicios, el flujo indetenible de la creación en función del cambio incesante. Occidente es el río de Heráclito, no la montaña de Confucio. No existe naturaleza estática, ni culto a la muerte, ni santones iluminados, ni dogmas o supercherías capaces de amordazarlo. Occidente es atreverse a decir lo que no se puede decir. Es el reto continuo a los elementos. Es el tú y el yo comprendidos en el nosotros. Es Odiseo desafiando al destino trazado por los dioses, la historia como hazaña de la libertad. No hay piedras ni monumentos para devotos. Occidente se funda sobre la base del Logos, –la palabra–: nada menos que sobre el semoviente lodazal hirviente del devenir de un río de fuego. Sapere Aude, advertía Kant.
El fascismo es, en este sentido, la profusión de la incertidumbre porque es un canto al dogma, una plegaria al miedo, a la sinrazón y al silencio. Más específicamente, y como observaba Georg Lukács, su único objetivo consiste en el desprecio y la consecuente destrucción de la razón, sustituyéndola por un voluntarismo ciego y por acciones “heroicas”, tales como la expropiación de industrias y comercios, las deportaciones masivas, los asaltos del «pueblo organizado” -en realidad, lumpen, pleno de odio y resentimiento- contra la ciudadanía, a la que concibe como “el enemigo”. La economía controlada, al servicio «del pueblo”. El Estado sometido bajo la tutela de un caudillo que lo personifica, un autócrata que lo encarna, no importa el signo, no importa el color de su piel. La “patria” son ellos, “las víctimas” que, ahora, pueden cobrar venganza y desatar la violencia a fin de defender los “sagrados intereses” de su régimen. La llamada “tercera vía” fascista es el enemigo que decreta “la guerra a muerte” contra los principios del liberalismo y del marxismo clásicos. Y acá se comprende por marxismo clásico no a Stalin o a Mao Tse-tung, sino al pensamiento de Karl Marx, filósofo alemán, crítico de clara formación occidental, discípulo de Hegel y de Feuerbach, lector de Saint Simon y Fourier, de Adam Smith y David Ricardo, amante de Shakespeare y Goethe, el mismo que admiraba la América sin esclavos de Lincoln.
Maquiavelo es uno de esos filósofos que, más allá de los prejuicios y de las acusaciones infundadas, todo lector inteligente tiene la obligación de conocer en detalle. Un sargentón fascista, por ejemplo, no es, en realidad, “maquiavélico”. Es, a lo sumo, una vergüenza. Maquiavelo le queda grande. Maquiavelo es el arquitecto del Estado Moderno, occidental. Al describir el “gobierno del Turco” parece caracterizar los supuestos sobre los cuales se funda el Estado fascista. El “Turco”, en efecto, es muy difícil de derrocar, porque él es la encarnación misma del Estado, su luz, su guía, en fin, él es “el elegido”. Por encima de él sólo está el altísimo, a quien representa. Por debajo de él sólo hay sátrapas y sirvientes, tropa, un sumiso rebaño presto a la ciega obediencia. Y sin embargo, afirma Maquiavelo, si “el gran timonel” llegase a desaparecer, entonces el Estado, construido a su imagen y semejanza, queda a la deriva, perdido, sin espacio ni tiempo. Sólo “su hijo” podría sucederlo. Sólo así el mito del Estado encarnado cobraría nuevas fuerzas, nuevos bríos.
La propaganda es, en estos menesteres sucesorales, una pieza clave, de lujo. Pretende convencer a las mayorías, en primer lugar, de que el tal sucesor, así no sea en realidad hijo del finado tirano, es su hijo legítimo, auténtico. Pero, además, y en caso de que la satrapía, como suele suceder, se haya aprovechado de la maquinaria estatal para enriquecerse groseramente y corromper el espíritu de las mayorías a costa de su propia miseria, y, más aún, que el sucesor no presente las condiciones mínimas para justificar esa extraña conversión del Estado en un vulgar negocio ilícito, entonces conviene convencer a las masas de que, curiosamente, y a pesar de haberse muerto, “el Turco” -¡oh, milagro!- vive. En síntesis, “el Turco” murió, efectivamente, pero hay que mantenerlo vivo a toda costa, porque sólo así “el negocio” de la satrapía puede seguir prosperando. Maquiavelo era, ciertamente, un pensador genial.
Nada hay más parecido al fascismo que un cartel criminal. La propaganda de guerra hace el resto. Son de Goebbels estas palabras: “Hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros enemigos y hacer, incluso, que nuestros simpatizantes se lo repitan en todo momento”. Y así como las mafias -los fascis– han ido con mucha perspicacia incursionando fenomenológicamente de un negocio a otro, del aceite de oliva al tabaco, del tabaco al ron y al whisky y del whisky al narcotráfico, al petróleo, al oro o al coltán, a objeto de mantener su vigencia en el tiempo, del mismo modo los regímenes fascistas, a lo largo de sus más diversos ricorsi históricos, han sabido bien reconocer en las organizaciones gansteriles a sus aliados naturales. El historiador Paul Veyne aseguraba que una vez caída en desgracia la República romana, el Imperio que la sucedió fue adquiriendo, para desdicha de Occidente, la estructura de una gran mafia. Bajo esas condiciones sólo el clientelismo de los más débiles permitía su supervivencia. El fraude, la corrupción, la estafa, el robo, la violencia, se transformaron pronto en “el pan nuestro de cada día”. Las injusticias, los crímenes, la venganza personal, en resumen, la “ley del más fuerte”, prevaleció en esa suerte de Estado despótico, hecho a la imagen y semejanza de los Estados despóticos orientales.
No es por mera casualidad que la más reciente figura del fascismo vuelva sus ojos hacia algunas regiones de la actual composición del mundo oriental. El “gran negocio”, en nuestro tiempo, no sólo está acabando con el futuro de miles de vidas. Por si fuese poco, parece estar destinado a plagar de barbarie, miseria e ignorancia a todo un continente que, hasta hace pocos años era considerado como una auténtica Tierra de Gracia. La denuncia de la incertidumbre es el primer paso para vencerla.
@jrherreraucv
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