A Antonio Sánchez García,
mi amigo. Con todo respeto.
En un pequeño cuaderno de anotaciones, hechas en Jena entre 1803 y 1806, que lleva por título Wastebook -“libro de desechos”, podría traducirse-, su autor, el joven Hegel, escribió cien aforismos que, a pesar del premeditado y alevoso título, no tienen desperdicio. Más bien, esos aforismos son de una enorme importancia para la comprensión del tránsito cumplido por el gran pensador en la ardua y paciente tarea que hizo posible la construcción de la “ciencia de la experiencia de la conciencia”. Uno, en particular, inspira las líneas que siguen a continuación, y probablemente sean su premisa: “Con admiración se cita a Kant, indicando que él no enseñaba filosofía, sino el filosofar; como si alguien enseñase carpintería, pero no enseñase a construir una mesa, una silla, una puerta, un armario, etc.”. En Latinoamérica los complejos -esa fuente continua de resentimiento y pobreza espiritual- sobran. Por ejemplo, afirmar que en Venezuela es “inimaginable” la existencia de filósofos, ya que, si acaso habrán profesores de filosofía, es una temeridad que en sí misma recoge el espíritu del desgarramiento presente en la formulación kantiana, entre lo que se es y lo que se hace. Nada tiene de pomposo pensar y enseñar a pensar, como nada tiene de exhuberante conocer la historia y exponerla, conocer el derecho y abogar por su cumplimiento, o aprender medicina y velar por la salud de los pacientes.
Negar la posibilidad de la existencia de la filosofía, pero pretender ejercerla, llevando “a cabo” una “reflexión sobre la naturaleza de Venezuela, dar con su esencia, desentrañar heideggerianamente hablando, su Ser y su Tiempo”, es, una audacia, más digna de las osadías inventivas de Simón Rodríguez que de las sutiles prudencias de Andrés Bello, quien, por cierto, no sólo fuera un lingüista de primera -como lo fue Heidegger-, sino, además, el autor de una Filosofía del conocimiento, cuyas cercanías con Kant y de lo que en él persiste de Hume, son admirables, sobre todo por el hecho de ser- también- hijo de la cultura del “hedonismo tropical, la barbarie imperante, la exhuberante naturaleza, el enriquecimiento súbito y la opulencia, un poco burda, vulgar y desarrapada, sin finesa alguna” que, no obstante, contribuyó decididamente en la construcción de la Bildung chilena, dado que fue Senador, redactor del Código Civil y Rector de la Universidad de Chile. No se puede juzgar a un pueblo sólo por sus características geográficas o su mestizaje. Mucho menos por lo que algunos villanos -hedonistas tropicales- han decidido hacer con él. Si fuese así, habría que afirmar que a unos cuantos emperadores romanos o a unos cuantos monarcas y dictadores europeos, sólo les faltaron las palmeras de las bellas costas venezolanas para ser también “hedonistas tropicales”.
Theodor Adorno afirma, en Dialéctica negativa, que el gran defecto de la ontología de Heidegger consiste en la pretensión de fundar un concepto de historicidad carente de “la sal de la historia”. Por cierto, para Marx, la ciencia de la historia no es ni más ni menos que la filosofía desprendida de toda formulación ahistórica. Se trata de comprender la filosofía de modo viviente. Croce tuvo el privilegio de definirla bajo los siguientes términos: “la filosofía es historia y nada más que historia”. Por supuesto, esta concepción de la historia no consiste en un cúmulo de crónicas -o de cronologías-, ni en un museo de cera o de trastos antiguos, acompañados de la respectiva nostalgia por lo que ya nunca más volverá. Se trata de la historia in fieri, en acto continuo. No, pues, la historia res gestae sino la historia rerum gestarum, como comprensión del yo que es un nosotros y del nosotros que es un yo, de la sustancia que deviene sujeto. Y es de esto, justamente, de lo que se trata: el ser no es una entidad fija, rígida, estática, inamovible. El ser es lo que se va haciendo, el devenir continuo. La llamada esencia humana no es una fotografía ni un cuadro estadístico, y está determinada por la formación cultural que los hombres sean capaces de generar entre sí.
Cuando una sociedad se ha escindido, los extremos aparecen (erscheinen) con toda claridad. La luz y la sombra se separan y se concentran, mientras los claroscuros se van difuminando hasta mostrar su evanesencia y su consecuente insustancialidad. La fictio del “centro” o de la medianía no es, no porque los extremos empujen en su contra, sino porque, por temor y esperanza, no empujan lo suficiente. No existe moderación sin conflicto. Más bien, la moderación es resultado del conflicto, su conquista, su Aufgehoben. En su Venezuela independiente, Mariano Picón Salas -otro “inimaginable” pensador venezolano-, se pregunta: “¿Por qué no fue desde los grandes y aúreos Virreinatos del Perú y de México de donde se expandió el movimiento insurgente por toda la América Hispana, sino desde provincias un tanto marginales de la vida económica y el esplendor colonial, como Caracas y Buenos Aires?”. Su respuesta no es heideggeriana, aunque sí historicista: a diferencia de los cerrados movimientos indigenistas, la formación y la voluntad de sus líderes tuvo un carácter mucho más universal. No les satisface el mito de la restauración del mundo perdido del indígena, esa fantasía que, por cierto, tanto provecho le trajo al cartel chavista. La independencia de América la interpretaban no como un asunto local sino mundial. No era una revolución racista, india o negra, para derrocar a Pizarro o a Cortéz y restablecer el imperio de los incas o aztecas; no se trataba de retroceder el reloj de la historia para ir de vuelta al tiempo cósmico de los mayas: se trataba de colocarse, sin complejos, a la altura de su tiempo. Pero ningún tiempo es bueno o malo en sí mismo. Todo tiempo tiene sus ventajas y desventajas, sus virtudes y sus defectos. Por eso, precisamente, el tiempo deviene y el devenir se hace ser.
Lo que no comprende el extremismo, sea cual sea su posición, es que no sólo no puede mantenerse incólume, sino que en sus esfuerzos por mantenerse incólume asume -y se podría decir que expropia- la lógica del otro extremo. Es por eso que el extremismo de izquierda, llevado a sus últimas instancias, termina por convertirse en extremismo de derecha. Los términos de la oposición se reflejan recíprocamente. Son el otro del otro. Una época de ezquizofrenia justifica las ruindades del desgarramiento. Venezuela no es la excepción sino -al decir de Carlos Fuentes- la región más transparente, en este caso, del morbo del presente. Hoy, más que nunca, la tarea de la inteligencia consiste en desenredar el bucle que la propia sociedad se ha impuesto como ser del tiempo y como tiempo del ser.
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