“..Un pueblo libre se guía por la esperanza mas que por el miedo; el que está sometido se guía por el miedo mas que por la esperanza. Uno intenta cultivar la vida, el otro se contenta con evitar la muerte, uno intenta vivir su vida, el otro, soportar al vencedor. Al primero llamo libre, al segundo esclavo” Baruch Spinoza
La liturgia católica inicia el mes de diciembre como el de la venida, el de la espera y, llámase así, para referirse al tiempo que de suyo tiene una expectativa que no es cualquier cosa; se trata del nacimiento del Niño Dios, el pequeñito Jesús de Nazareth.
El evento de la natividad del hijo de Dios y Dios él mismo está impregnado de un convencimiento acorde con la fe cristiana; la llegada del vástago Dios y hombre en simultáneo, traerá construcciones y redundará en frutos diversos a cosechar con ese motivo, especialmente, un sentimiento de esperanza que podemos con sencillez definir como de optimismo y percepción positiva de señales que anticipan la buenaventura.
Creer es la clave de la esperanza. El amoroso Dios cristiano tendría su oído sensible para que podamos comunicarnos con él y solicitar su intervención para hacer realidades que nos trascienden. “A nadie le falta Dios” se oye decir, a aquellos que lo cultivan en su corazón y sienten que él obra y en cada cual, como una presencia poderosa e inmanente y desde luego, permanente.
Cabe, sin embargo, una interrogante sobre la esperanza; ¿resulta la susodicha, la esperanza, una solitaria pretensión como cristiano de que si pido a mi Dios recibiré o, debo también racionalizar mi pensamiento y en mi relación existencial con Dios, debo asumir escenarios que no son susceptibles de estar comprendidos en mi petitorio único?
Tanteo una reflexión sobre la esperanza no mía o tuya sino de los venezolanos; de nuestra nación, de nuestro pueblo. ¿Qué deseamos, qué tenemos en mente, qué nos aflige, qué nos apremia, qué aspiramos para esta patria que languidece? ¿Habrá un comunitario denominador en nuestro ánimo, en la esperanza del colectivo que somos? ¿Habrá genuina esperanza o ya perdimos nuestra capacidad de soñar o nuestra membresía en el ideal del plural nacional? ¿Es que dejamos de creer?
Empero, influido por un entrañable y fraterno amigo, el filósofo y distinguidísimo colega ucevista José Rafael Herrera, me he acercado a ese genio irreverente para su tiempo, el holandés Baruch Spinoza, para hojear algunos de sus trabajos y casi inmediatamente leer y poner a ratos a prueba mis seguridades más caras. En un ejercicio de comprensión que intento hacer y que no se me da, en tan poco tiempo, fácilmente.
En efecto, Spinoza da un giro a lo que usualmente percibo como esperanza y la acompaña con un riesgoso miedo y, ambos, deambulando en el espíritu sin otro fundamento que la emoción, el sentimiento, el deseo de esto o aquello, las propensiones, están sujetos a un devenir incierto. El miedo se exhibe y opera como secuela, según entiendo.
De allí derivaría la tristeza y la vulnerabilidad que nos debilita, pasibles como somos de las pasiones humanas y entonces, tememos que no haya esperanza o fundamento para ella y el sentimiento se trastoca en el miedo de padecer lo que padecemos o no lograr lo que aspiramos.
En su connatural complejidad, los tratados de Baruch, sobre el entendimiento y la ética, muestran a un Spinoza que hurga en lo que llama conocimiento, para distinguirlo de la experiencia y de la fe. Hay un orden de la naturaleza de las cosas sobre el que terminaríamos por tener poca incidencia. La razón nos aleja del error y de la fantasía, pudiéramos parafrasearlo.
No obstante lo afirmado, el holandés aprieta, problematiza, busca y haciéndolo, marcaría un hito en su discurrir, la significación de la amistad, la alianza, con otros hombres y la necesidad de la esperanza y el miedo como elementos inherentes al ser social. El bien personal y de cada cual, es la libertad, pero, ese que es común, sería la seguridad.
Seguridad como paz, como concordia, como sosiego, como virtud, como empatía, como certeza, como amor, respeto y alteridad y la entidad que nos representa en conjunto, el Estado, nos debería en esencia eso.
Si así no fuere, no cumple su rol, no obtiene el resultado que de suyo lo justifica, no alcanza entonces el Estado, el cometido social de proporcionar ni entre sus propósitos encuentra realización, la dignidad de cada ser humano.
Regresando de mis cavilaciones, me pregunto si estamos sintiendo como combinado, como comunidad, como nación. ¿Nos atreveremos a construir una esperanza, fundamentada espiritualmente, pero, también racionalmente, en nuestras decisiones y en nuestros afanes más legítimos?
Más allá de lo que pase el 10 de enero próximo, es menester edificar una voluntad inquebrantable, un anhelo de que reconquistaremos nuestra soberanía, con nuestros esfuerzos y sacrificios y que, el único miedo que alberguemos y no para paralizarnos sino para motivarnos sea, el que no seamos capaces de cambiar las cosas y siga vigente esta kakistocracia que nos despoja de todas las razones que tenemos para vivir decentemente.
La esperanza será creíble si la alojamos todos en nuestro corazón y en nuestra consciencia, pero sobre todo si la convertimos en un objetivo del gentilicio mismo, en la prioridad, en un proyecto de vida.
¡Ayúdanos a ayudarnos, a juntarnos, a lograrlo, Niño Jesús, permítenos hallar en nosotros la fuerza para perseverar y especialmente, danos el coraje para pugnar y sostenernos sin que la apatía nos abrace, tráenos más fe y más confianza en lo que somos y podemos llegar a ser!
¡Haznos valientes, libres y responsables divino niño! Amén.
[email protected], @nchittylaroche
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