Gia Coppola convierte a The Last Showgirl en una exploración melancólica sobre el triunfo, el dolor y la redención. Pero, además, brinda a Pamela Anderson, la oportunidad de mostrar una dimensión por completo nueva acerca de su talento y sensibilidad histriónica. La combinación convierte a la cinta en una mirada sincera y emotiva sobre los recuerdos y la búsqueda del propósito. Y quizás, en vehículo para la primera nominación al Oscar de su actriz principal.
En su propio mundo y en sus límites, la bailarina e intérprete Shelly (Pamela Anderson) es un símbolo en Las Vegas. En especial, de la forma en que se comprende el espectáculo y el entretenimiento en una ciudad de excesos en la que todo está permitido. Mucho más, cuando la trama sigue al personaje en lo que parece el crepúsculo de su vida artística y personal. Pero la directora Gia Coppola convierte al guion de Kate Gersten, en algo más que una exploración acerca de la fama y el reconocimiento tardío. O incluso, una reflexión sobre la madurez femenina y la pérdida.
Antes que eso, The Last Showgirl es una interesante perspectiva acerca de la forma en que el talento puede expresarse, más allá de lo convencional. De modo que el argumento cuenta la historia de Shelly, pero también de las mujeres que, en diversos espectáculos, cimentaron el mito de Nevada como una fabulosa visión de la decadencia. Coppola muestra a Las Vegas en todo su esplendor artificial. De las calles repletas de visitantes, a los teatros en que el espectáculo de bailarinas se convierte en una versión barata del Hollywood dorado. Lo cierto es que la directora explora la idea sobre el tiempo que transcurre, a través de la transformación de la ciudad. Mucho más, de la forma en cómo las últimas décadas, se ha hecho más inofensiva y por tanto, más rígida, con respecto al desenfreno por el que se hizo famosa.
El guion traslada, entonces, ese brillo deslucido y en merma, a Shelly. Con inteligencia, el argumento explora en su personaje, poniendo el énfasis en el proceso mental de perder la lenta pérdida de importancia. Tanto en el escenario como fuera de él, Shelly intenta sobrevivir al paso del tiempo, a la llegada de un nuevo tipo de espectáculo y hasta a su cansancio existencial. Todo mostrado desde una sutileza conmovedora que Anderson compone con una sorprendente capacidad para los matices. Shelly es mucho más una mujer que pierde el aplomo hasta la incertidumbre, que una víctima de las circunstancias.
Con todo, su vulnerabilidad es parte de la forma en que comprende el mundo y mucho más, la evolución de su entorno hacia una soledad desconocida e hiriente. Mucho más, al caer en cuenta que Shelly pudo escapar del fracaso crepuscular mucho antes. Pero que permaneció en el espectáculo — y por extensión, en Las Vegas — por una especie de fidelidad ciega a una forma de vida que se crea sobre las tablas, los brillos y las coreografías. Por lo que, al final de su vida —como artista y en cierta forma, como personaje en un territorio de brillos falsos— es mucho más duro bajo el cuestionamiento que pudo ser distinto.
Una historia sensible para un personaje atípico
Buena parte de la película enfoca su interés en la idea de que todo es fugaz y que, de hecho, toda la percepción del presente y el futuro de Shelly se basa en sus mejores recuerdos. Lo que está claro es que abre la posibilidad de que esa observación de la pérdida y del fracaso sea más bien una impresión que se relaciona con su propio dolor. No es una perspectiva sencilla y la directora logra convertir la historia en una sucesión de imágenes sugerentes, frágiles y a punto de destruirse. Shelly, que está a punto de perder su empleo de décadas y de lidiar con el miedo del fracaso, es el centro de una idea cuidadosa acerca de la memoria, la propia y la que simbolizan todos los espacios que recorre.
Paso a paso, la cinta reflexiona con cuidado acerca de la posibilidad del tiempo que desgasta la necesidad de sobrevivir. Por lo que Shelly, que atraviesa la última temporada del espectáculo en que participa, es un testigo silencioso de lo que se derrumba a su alrededor. Anderson hace un estupendo trabajo en mostrar a su personaje, más herido por el dolor de una serie de decisiones cuestionables, que una rehén de las circunstancias. Algo que le permite mostrar con generosidad la percepción de sí misma —como mujer y artista que lucha por mantenerse en pie— y también, como una pieza rota de una ciudad que la rechaza.
Sombría, delicada y sólida, The Last Showgirl es contemplativa y dolorosamente sensible. Eso, a pesar de que su personaje es imperfecto y que no aspira a la redención. Pero con todo, la logra —de una manera tortuosa, tal vez— y permite a la película encontrar su punto más sensible y significativo. Una pequeña obra de arte, destinada a brillar con discreción en una temporada de premios elegante y bien construida.
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