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The Front Room de Sam y Max Eggers, la vejez como centro del horror

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En The Front Room, la vejez es el horror máximo y los directores Sam y Max Eggers lo elevan a un nivel tétrico de autoconciencia y espanto, que se hace cada vez más incómodo. No obstante, su interesante premisa termina por no funcionar del todo, debido a errores de tono y en especial, de ritmo que convierten a la película en una correcta película debut, pero que se queda a medias en su ambición.

En The Front Room (2024) de los hermanos Sam y Max Eggers el miedo a la vejez lo es todo. Está en cada esquina de la casa de Solange (Kathryn Hunter), y de hecho, el deterioro físico de la propiedad, es, a la vez, un reflejo de lo que ocurre con el personaje. Los directores debutantes — hermanos del ya célebre Robert — dedican tiempo e interés en mostrar que los horrores de la última de la etapa de la vida, son algo más que fisiológicos. Solo que no se limitan a eso. El cuerpo de Solange, convertido en templo profano de una serie de inquietudes que los también guionistas tratan de expresar, se entrelazan con ideas cada vez más retorcidas y temibles, en una rara puesta en escena. 

De hecho, lo más terrorífico de la película no son posesiones o monstruos, sino la manera en que busca despertar el asco y la repugnancia en el espectador. Eso, mientras analiza la idea sobre la vejez desde un punto de vista cada vez más retorcido y aciago. Pero, en especial, al convertir a Solange en un espectro aterrador, solo que, sigue con vida y es lo peor de todo lo que late al subtexto de la cinta. Eso, cuando de inmediato establece una premisa que no tardará en hacerse más siniestra a medida que avanza. Su hijastro, Norman (Andrew Burnap) y su esposa Belinda (Brandy Norwood), embarazada y a punto de dar a luz, aceptan cuidar de Solange con una cláusula misteriosa que se explica poco a poco. A saber, si no la envían a un auspicio, sino que cuidan de ella en sus últimos años, serán los beneficiarios de su enorme patrimonio.

Por supuesto, el ofrecimiento esconde horrores, como no tarda en mostrar la cinta. Solange, que se encuentra en medio de una cruel lucidez, es racista, violenta, problemática y su cuerpo, es una herramienta para causar horror. Muy pronto, los directores siguen a Solange a través de un degradante viaje al miedo, mientras las secuencias se llenan de manchas de orina y heces acumuladas en las esquinas del hogar. Si eso parece repulsivo, mucho más lo es, la forma en que la hagsploitation toma el lugar de tropos más conocidos del cine de terror. Los directores tienen suficiente habilidad para que ese cambio de registro entre el miedo a lo intangible hacia el miedo a lo inevitable, sea insoportable. Y de hecho, buena parte de The Front Room lo es. 

El terror frontal que no siempre funciona 

Mucho más, cuando esta vuelta al terror psicológico, pronto se hace por completo insoportable. Los Eggers utilizan el asco físico — y lo refuerzan en varias secuencias casi intolerables — sin lograr exactamente el equilibrio entre lo que se insinúa y se muestra. Parece muy sencillo, combinar imágenes de ropa manchada de heces fecales y el terror de los insultos de Solange hacia Belinda, para encontrar un punto medio entre ambas cosas. The Front Room está enfocada en analizar los niveles terroríficos de desplome de la cordura del ser humano, mezclándolo con la búsqueda de una salvaje autosatisfacción. 

Pero aunque la premisa es muy clara y no necesita mayor descripción, los directores no logran ensamblar en la historia que se insinúa al fondo. En cambio, convierten a Solange en un monstruo tan terrible, que, por momentos, parece anunciarse algún elemento inexplicable en su comportamiento. La cinta funciona mejor cuando utiliza el terror de espacios, lugares, luces y sombras, para hacerse preguntas sobre los límites de la crueldad humana. Y de hecho, sus momentos más logrados son precisamente esos. Mucho más, cuando los realizadores logran hilvanar el miedo con una raíz fundamental sobre la supervivencia que se hace más interesante cada vez que se muestra. 

El problema es que ese punto álgido, ocurre muy poco y de hecho, es casi siempre precedido de una necesidad insolente del guion por despertar un tiempo de asco muy relacionado con la debilidad. Pero ese hilo tan fino entre la necesidad que la peor criatura puede ser un ser humano desalmado, desaparece cuando el dúo opta por escenas efectistas y exageradas. Particularmente, cuando utilizan a Belinda como una forma de objetivo de horrores e insultos, más groseros que terroríficos. 

Al final, sin mucho que ofrecer 

La película es mucho más ambiciosa cuando alude a la oscuridad interior, que cuando utiliza escenas chocantes para despertar reacciones al público. Con todo, el trío de actores hacen un trabajo impecable como enemigos obligados a vivir bajo el mismo techo. En especial, Hunter, que se convierte en la más siniestra figura imaginable, apenas con sonrisas torcidas e insultos en voz baja. En sus manos, Solange es un horror venido de las profundidades de la humana necesidad de sobrevivir y de hecho, los mejores momentos de la película ocurren cuando el guion presta más atención a sus matices que a lo obvio.

Para su final — desgarrador y pretendidamente aleccionador The Front Room se vuelve una reflexión sutil acerca de las tinieblas que cada ser humano guarda en su anterior. Una elección valiosa, para una cinta que perdió en exceso tiempo, en ser gráfica antes de ser misteriosa. Su mayor problema. 

 

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