Alude el encabezado de estas líneas, en primer término, a una trágica fecha de la historia patria, el 26 de marzo de 1812 —Jueves Santo, no domingo como hoy—, cuando un movimiento sísmico devastó Caracas y causó severos daños en La Guaira, San Felipe, Barquisimeto, Valencia y La Victoria, ciudades todas ellas leales a la Primera República, lo cual dio alas al clero para predicar en los escombros y considerarlo merecido castigo divino sobre quienes se habían rebelado contra Fernando VII y el colonialismo. Así mismo, permitió endosarle a Simón Bolívar una frase legendaria e improbable, seguramente invención de Vicente Lecuna en su biografía del prócer caraqueño o del hermano Nectario María, en su Historia Elemental de Venezuela: «Si la naturaleza se opone a nuestros designios, lucharemos contra ella, y haremos que nos obedezca» —Acaso nunca lleguemos a saber cuál fue su desempeño aquel sacro y aciago jueves, y si verdaderamente pronunció tan arrogante proclama. Al respecto hay una sola fuente: el realista José Domingo Díaz. No hay otro testimonio de su contribución al rescate de heridos, tal se lee en una placa colocada en la plaza El Venezolano—. En segundo lugar, y quizá más relevante en razón de su actualidad, al disruptivo proceder del Corrupto(r) Maduro, echando al pajón a unos cuantos camaradas sus muertes serían vengadas si no hubiesen puesto la cagada, haciendo caminar en la cuerda floja al jeque Tareck el Aissami, cuya cabeza tasó en 10 millones de dólares la DEA (Drug Enforcement Administration o Administración de Control de Drogas en español), en el fondo una minucia comparados con los 3.000 millones de verdines esfumados por arte de magia negra o de rojo birlibirloque.
La altisonancia y vocinglería del mascarón de proa del régimen militar con relación a la olla podrida cocinada en el fogón de Pdvsa, es de una hipocresía abominable; echar a perder, depravar o dañar instituciones y personas, como han hecho el chavismo y su atroz secuela, el padrino-madurismo con la moral, luces y ética republicanas, es desenfreno y degradación sin límites: ¡corrupción pura y dura! Las redes fecales, corrijo, sociales, escupen, excretan y vomitan adjetivos censura “D”, reñidos con el buen decir; empero, como afirma la directora de formación del Instituto Internacional de Formación Demócrata Cristiana (Ifedec), Mercedes Malavé: «La corrupción no se acaba con castigos puntuales, sino con reformas para reinstitucionalizar el país […] Venezuela necesita un cambio político que permita que las instituciones funcionen, pero también un cambio democrático que garantice el equilibrio en las ramas del Poder Público, además de una administración más transparente y más pública». Impulsar semejante transformación es o debe ser el no va más de una acción colectiva conducente a poner punto final a estos casi 5 lustros de oprobio que amenazan con batir el récord de 27 años de autoritarismo sin cortapisas impuesto por el gomecismo.
Nada de lo escrito o dicho en torno a la descomposición y putrefacción de la principal empresa pública venezolana hará mella en el proceder de sus principales gestores: el ilegítimo mandón aparente y su titiritero, el trisoleado padrino en jefe. Esa circunstancia, recomienda, a objeto de no aburrir con reiteraciones al lector, dar por agotado el tema y ocuparnos, en modo diletante, del día jueves en general y no en particular al de hoy, 23 de marzo, cuando sigo hilvanando variaciones en torno a los temas habituales para colgarlas en el portal de El Nacional, una de la últimas ventanas libres en el espectro informativo hegemónicamente controlado desde Fuerte Tiuna y Miraflores. La prensa libre no puede existir mientras gobierne una dictadura castrense: en los cuarteles se aprende a obedecer, no a discutir. La del jefe es santa palabra, verdad absoluta que no precisa demostración. Mantener una disciplinada cadena de mando y obediencia supone aceitarla con cuantiosas erogaciones: ningún dogma es susceptible de aceptación universal. En cualquier momento, y cuando menos se espera, aparece un heresiarca. La verdad y la mentira tienen un costo y se debe pagar por ellas: también es costosa, pero factible, la conversión de felones y renegados.
«Tres jueves hay en al año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión», reza un refrán castizo de raigambre católica. Lo escuché por vez primera una primaveral y cálida tarde de Corpus en un tendido de Las Ventas (Madrid), después de la impecable faena de un matador manchego, cuyo nombre no recuerdo. Viene a cuento porque, de acuerdo con el calendario litúrgico y en razón de los cálculos del monje, erudito y matemático bizantino Dionisio el Exiguo, entró la Cuaresma en su fase terminal. Aunque es temprano, estoy despierto y el sol todavía se esconde tras las nubes, no puedo dar fe de la infalibilidad del proverbio, no sólo por carecer de memoria meteorológica, sino porque estamos lejos de esos festejos religiosos; pero, como el cuarto día de la semana nos mueve a ilusionarnos con las perspectivas del weekend en ciernes, podemos distanciarnos un tanto de la abrumadora realidad, aunque después debamos analgatizar de sopetón en ella.
Ya en una ocasión me ocupé someramente de las singularidades del día consagrado a Júpiter en la Roma precristiana, valiéndome de una frase descontextualizada de una formidable crónica de Gabriel García Márquez, publicada el 24 de junio de 1948 en su columna «Punto y aparte» del diario El Universal de Cartagena, al comienzo de una de mis remotas crónicas automáticas, no sincrónicas: «El jueves no sirve ni para morirse». Me gustaría alegrarles la mañana dominical a eventuales lectores con más de la singular y desopilante percepción garcíamarquiana de la articulación entre el oblicuo miércoles y el ansiado viernes por el cual muchos (des)vivimos: en cierta medida comparto el parecer del hacedor de Macondo, quien sostenía: «El jueves es un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles […] Las horas que malbaratamos un jueves podrían servirnos para hacer más blanda la almohada del domingo. Nos servirían para moler con sosiego, con calmada mansedumbre, los recuerdos que el lunes, en las primeras horas, nos sirven como anillo al dedo». Y fíjense ustedes, amigos lectores, el Nobel de Aracataca murió un jueves… ¡Santo!, para mayor gloria suya. Y Jueves Santo, con mayúsculas, iba a ser en principio el título de esta entrega. Pero las réplicas del temblor petrolero me arrastraron hasta la telúrica falla bolivariana. Tiembla la tierra. ¿Se fugará el petro renunciante? Poderosos amigos tiene en el Oriente Medio y «Poderoso caballero es Don Dinero». ¡Cuidadito, pues!
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