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Terminando en una nota alta

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Hoy ya se puede respirar, el otoño seco y frío, y tú ¿con quién estarás? No lo sé y qué más da. Ya no hay luna llena, todo ha desaparecido”. (“Huellas en la bajamar”. Hombres G).

Por mucho que hayas vivido, a pesar de lo bello y lo doloroso por lo que ya has pasado, cuando empiezas a creer que tus sentidos se están adormeciendo, que por fin llega la calma, por el anestésico efecto de la experiencia y la edad, llega un momento, o varios, en los que la vida se encarga de recordarte que tu destino está en sus manos; que todas tus seguridades, tu estatus, tu posición, pueden irse con el viento, mar adentro, en cuanto ella decida poner tu mundo patas arriba.

Es como ese viento helado que te pilla sin chaqueta, ese coche que pasa por un charco, en un frío día de lluvia y te cala hasta los huesos en el momento más inesperado, dejándote como un niño desamparado, desorientado y solo, en medio de la tormenta. Es ese frío, que traspasa la piel y te hiela la sangre justo cuando más feliz estabas, en la inseguridad de tu seguridad impostada. En la creencia de que saldrás ileso, en esta guerra de la que ninguno vamos a salir vivos.

La experiencia, aparte de una maestra implacable, es una mentirosa peligrosa, de las que te miran con una sonrisa entre “ojos negros tienes” y “te vas a cagar, chaval”. Una compañera, que no amiga, engañosa y traidora, que justo en el momento en el que más sabio te sientes, se encarga de demostrarte que no sabes casi nada. Justo cuando pensabas que lo tenías dominado, pierdes el control de todo, estrellándote contra el primer árbol que se pone en tu camino.

Por lo general, a cierta edad, tu vanidad te hace pensar que ya has ascendido en el escalafón, que ya no eres un peludo y que al fin estás entrando en el club de oficiales, de los que toman el mando, de los que deciden. Y esto está bien, en tiempos de paz, pero no hay que olvidar que, en tiempos de guerra, cualquiera recibe un tiro; que la piel del General no es más dura que la del resto, que es lo que muchas veces olvidamos en esta guerra diaria de la vida. Esta guerra, también traidora y engañosa en la que puedes, sin duda, ganar batallas, pero siempre acabarás, con toda seguridad, perdiendo la contienda.

La primera intención, cuando un obstáculo insalvable se cruza en el camino que ingenuamente habías trazado, puede ser revelarse, doblegarse o adaptarse. Son tres caminos que parten de un mismo inicio, que llevan a la misma meta, pero por recorridos muy distintos. Y no hay que olvidar, sobre todo en circunstancias complicadas, que el viaje no es llegar al destino, sino todo el trayecto. Que no podemos perdernos los lugares, los paisajes, las experiencias por las que estamos pasando en nuestro viaje, porque son lo que componen lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. No podemos plantearnos que nacemos para inexistir, aunque ese sea el final inevitable.

El problema es que en la mayoría de los casos no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Somos tan ingratos que damos por hecho y normal todas las bendiciones que nos regala la vida, todo lo bueno que nos ocurre, acumulándolo en la vitrina, para la galería, en lugar de disfrutarlo, por miedo a que se rompa. Por eso, la gente que se pone bayetas en los pies para no estropear el parquet, no está disfrutando de él. No merece tenerlo. Los que no usan el salón salvo cuando hay visitas viven una vida de miseria y engaño. Y los que por no gastar, por dejar las cosas para más adelante o por avaricia, prefieren acumular dinero, como si se lo fueran a llevar al más allá, en lugar de vivir experiencias que enriquecerían su vida y la de los demás, merecen ser incinerados en la montaña de billetes que han acumulado a base de no vivir.

La vida me ha hecho cada vez más agnóstico, lo reconozco con pena, pero consecuentemente más escéptico y más práctico. Por eso, cuando veo a gente que, a pesar de sus limitaciones, a pesar de su situación y a pesar de ya vislumbrar, como una premonición terrible, la bandera a cuadros, decide pisar el acelerador y, ya que hay que irse, irse con clase, con redoble de tambores, con fuegos artificiales, recordándonos a todos que la vida es un bien demasiado preciado para ser espectador, entonces es cuando entiendo quién manda aquí, quién ha venido a brillar, aunque sea en la traca final.

Terminando en una nota alta.

Cae la tarde, en el cálido impasse primaveral de mayo. Las golondrinas, estrellas fugaces en negativo, trazan el aire, veloces y precisas. Desde la ventana, puedo oír a los niños jugando en el parque. Me llega, aún, el olor a hierba cortada esta mañana. Ese olor, ese sonido, esas trazas en el viento, me recuerdan que hay cosas que no cambian y dibujo una sonrisa. Mañana, cuando me haya ido, seguirán los niños, seguirá la hierba, seguirán las golondrinas. Seguirá la primavera, para que la vivan los vivos, los que se quedan. Yo me voy; y tú seguirás aquí. Y todo lo que abandono, quedará en tus manos”. (“Yo me iré, tú seguirás”. Julio Moreno).

Dedicado a Soledad.

@elvillano1970

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