Puede parecerle extraño, querido lector, que le diga que he vivido una de las experiencias más notables y edificantes a lo largo de estos 85 años que llevo sobre mis espaldas, al pasar 5 días en terapia intensiva plenamente consciente de todo cuanto ocurría en aquel recinto, y luego de 6 días adicionales de hospitalización. Notable y edificante por la trascendencia que tiene quedarse solo con uno mismo, repasar la vida que nos dimos, sacar las necesarias conclusiones, repasar las situaciones que nos agobian, proyectar cosas para al salir de allí sentirnos vivos y útiles si, como es mi caso, tenemos cosas por concluir y amamos la vida. Esos días de inmovilidad y pesados silencios, la mejor terapia es pensar y eso hice, no solo sobre el libro que actualmente escribo, sino sobre mi tema inagotable que no es otro que esta Venezuela que tanto amo.
De tal manera que tengo apenas dos días fuera de la clínica y tres semanas sin información de ningún tipo, así que este artículo es en parte el producto de mis reflexiones en ese espacio en el que no fui bombardeado, ni por las prepotencias y mentiras del régimen, ni por las insolencias de sus voceros, ni por la furia de los extremistas de ambos bandos incluidas las voces de la antipolítica, ni por las diferencias retorcidas e inexplicable de una oposición fracturada, ni por el discurso siempre esperanzador de Guaidó, a quien algunas personas y organizaciones pretenden endilgarle culpas que no tiene, ni el mensaje cada vez más desteñido, reiterativo y divisionista de quienes quieren imponer sus propias visiones valiéndose de un discurso contracorriente, ni por el juego de los oportunistas que merodean el poder y tampoco por la estéril discusión sobre Barbados, ni por lo que digan Trump, Bolton, Abrahams y todo el universo de voces que se reúnen en los teclados de las redes sociales, con lo cual quiero decir que despego de este círculo vicioso en que vivimos con toda su carga de incertidumbre, dolor y desesperación.
Confieso que mi visión no es para nada optimista, todo lo contrario. En la soledad de aquel recinto repasé todos los escenarios posibles hasta que volví a hacerme una pregunta, tantas veces formulada en mis artículos. ¿Qué viene después de esta tormenta provocada con toda la mala y perversa intencionalidad de que es capaz un régimen endemoniadamente incompetente, mentiroso, vengativo sin causa alguna, guiado por la fuerzas del odio, el resentimiento, la codicia sin límites, todo ello escondido en las motivaciones, siempre malignas, del falso, alevoso, premeditado y abominable discurso castrocomunista que Chávez, Maduro y el resto de los componentes del régimen han utilizado para cogerse el país, destruirlo, herirlo de muerte, someter a todo un pueblo y llevarlo por la calle de la amargura?
Allí en ese recinto vi al país tal como está, en ruinas, ya sin soberanía, sin escudos, ni banderas, sin instituciones que le den respiro, democracia y vida útil, lo vi tal como estaba quien esto escribe, en terapia intensiva, conectados todos sus órganos a una máquina que intenta revivirlo y me pregunté cómo sería la recuperación de aquellos órganos deshechos a fuerza de tanto maltrato, si lograran despertar, tomar un nuevo aire y salir de la bota que criminalmente los asfixia.
Descarto, por supuesto, la posibilidad de que el régimen actual permanezca en funciones, porque de ser así Venezuela seguiría en esta caída mortal, pues a estas alturas y después de veinte años del peor gobierno que alguien pueda imaginar, nadie puede esperar un resultado distinto al que ha producido la incompetencia y las malas intenciones del castrochavismo. Preferí imaginar que las circunstancias políticas, tanto internas como externas, más la unidad obligada de la oposición requerida más que nunca con extrema urgencia por 90% de la población, habían logrado que la usurpación cesara en sus funciones y el edificio de la patria hecha escombros como está pedía el auxilio para levantar sus muros, sus paredes, sus mecanismos para volver a ser y poder caminar exhibiendo el orgullo que muestran las naciones que tienen una gobernabilidad armónica dentro del debate natural, conducida y representada por sus instituciones tal como lo indica la Constitución, sus banderas, sus himnos, sus escudos y el canto siempre bienvenido y maravilloso de un pueblo dedicado al trabajo con esfuerzo y entusiasmo, consciente de su propia realidad.
Quisiera de todo corazón que mi visión fuese más optimista, pero por lo que veo, oigo y siento, no me lo permite, no solo porque la invasión castrochavista no dejó parte de la patria sin herir, sino porque una parte de su estructura organizativa, a la manera de una metástasis maléfica, deja por una parte, un grueso número de células infectadas regadas por muchas partes del cuerpo del Estado y, por la otra, una oposición muy fracturada y lo que es peor, cada una con agendas muy personalizadas, lo cual vendría a ser mucho más que un estorbo en un plan, no solo de reestructuración del Estado, que es urgente y necesaria, sino, y con la misma importancia, de la paz del venezolano, de su solidaridad, sus principios y valores que lo puedan llevar a recobrar una fe renovada para entrarle de lleno al trabajo y la recuperación del país. Y eso que es el anhelo del 90% de la población, requiere de un entendimiento nacional a prueba de bombas, y un liderazgo firme con una visión de país capaz de convencer, no solo hasta al más renegado de los escépticos, sino incluso a ciudadanos todavía devotos de las promesas que Chávez les hizo un día, y luego echó en el cesto de la basura, dejándolo con todos los padecimientos que hoy día sufre y obligándolo a buscar refugio y oportunidades en otras geografías.
Ese líder no puede ser otro que una unidad férrea con voceros totalmente comprometidos y en función de un pacto cuyo único propósito es salvar a Venezuela. Ya la tragedia exige que las oposiciones todas juntas, remando hacia un único puerto, dejando apetencias y proyectos personales, logren el ansiado “cómo” del que tanto hemos hablado, no solo para salir del régimen, sino para enfrentar el futuro y darle a Venezuela el sitial que se merece.
Si el daño material ha sido tan inmenso que ronda los predios de la destrucción física del país, el daño civil, el daño moral, la siembra del odio en nombre de una revolución que nunca existió, ha sido mucho mayor y en esas condiciones la recuperación del país pareciera muy cuesta arriba. Sabemos que un plan de la nación existe, que las capacidades para llevarlo a cabo también existen, que la racionalidad y la voluntad política para ejecutarlo, con mucho esfuerzo, quiere asomar su cabeza en medio de la trifulca, que la ayuda externa existe, pero, siempre hay un pero, la ambición de poder, la impaciencia por el protagonismo, la envidia que en la clase política existe como la mala hierba, lo impiden. Resolver eso no es fácil y tendría que imponerse para lograrlo, la racionalidad. Pero lo más importante de todo es que esa entidad que los políticos llaman pueblo y la Constitución llama soberano, recobre la fe perdida. Al respecto me pregunto si ese pueblo paupérrimo, engañado, humillado, amenazado, chantajeado y mil veces burlado, que depende de una caja CLAP para comer, ese pueblo que la necesidad lo ha obligado a asumir el conformismo y la resignación para mal sobre vivir, está en capacidad y tiene el estado de conciencia necesaria para incorporarse al trabajo con sudor. Porque, y en eso el liderazgo tiene que ser más que serio, extremadamente honesto, lo que nos viene una vez pasada la tormenta, es trabajo y más trabajo. Hay que enfrentar el futuro con un nuevo paradigma donde el populismo y todo lo que se le parezca, debe desaparecer de la escena. Los países que logran respeto son los que se hacen con el esfuerzo de cada uno de sus ciudadanos. No hay otra forma y Venezuela lo exige.
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