Decía el buen Spinoza que la causa principal de la superstición, lo que la conserva y dilata, es el temor. En el Tratado teológico-político, de 1665, Spinoza sorprende, denuncia y confronta los prejuicios característicos del fanatismo doctrinario y la superstición que genera, pero, sobre todo, defiende la libertad tanto de pensamiento como de expresión, ya que, a su juicio, “la libertad de pensar no solamente es compatible con la conservación de la piedad y la paz del Estado, sino que no puede ser destruida sin que, al mismo tiempo, se destruyan la paz del Estado y la piedad misma”. En otros términos, la superstición no existiría si las sociedades pudiesen gobernarse “con mente segura” y si el acaso -la llamada fortuna- siempre les fuese favorable. Pero en la medida en que es mayor la ignorancia de los pueblos mayor es su superstición, y esta última se sustenta, sustancialmente, sobre dos elementos: el temor y la esperanza.
Considerada bajo su forma sistémica, la superstición es la fuente de la esclavitud humana. El ejercicio de la libertad se halla amenazado de continuo por ese imperio de la soberbia -que es la más fiel expresión de la ignorancia- y por su desenfrenado deseo de sustentar el poder “como sea”, a toda costa. Desde las altas esferas del dominio político, transmutado en “negocio”, se promueve el temor como si se tratara de una carga ‘natural’ con la que hay que “aprender a vivir”. Y, junto al temor, se propicia la esperanza como aquella tabla de salvación que, algún día, llegará para premiar al sometido, es decir, al hecho de haber llevado sobre sus hombros, durante tanto tiempo, el peso de una existencia miserable y triste. El razonamiento de Spinoza permite explicar, por ejemplo, el hecho de que las bandas armadas que generan terror entre los ciudadanos decentes, el intento de “control” de las universidades autónomas o la persecución contra los medios de comunicación independientes en Venezuela, vengan acompañados de discursos y campañas publicitarias alusivas a un futuro promisorio, de paz y prosperidad para todos. Así como el papel, también “la patria” aguanta todo. En una expresión, quien tiene miedo porta la esperanza de que el motivo de su miedo desaparezca. Y quien tiene esperanza tiene miedo, porque, precisamente, espera que el motivo de sus temores desaparezca. De manera que el temor y la esperanza se retroalimentan recíprocamente. Son -como afirma Spinoza- las dos caras de una misma moneda.
El temor tiene, ciertamente, el propósito de discapacitar, desmovilizar, disfuncionalizar y excluir entre sí a la ciudadanía. En esto consiste la estrategia del sistema de poder que pretende perpetuarse. Los discapacitados, por su propia condición, son heterónomos. En Venezuela, por ejemplo, el ciudadano de a pie trata de no salir mucho a las calles. Tiene miedo de ser asaltado, secuestrado o, en el “mejor” de los casos, agredido. No puede disfrutar los espacios que le rodean libremente. Se vive en medio del temor reafirmado por la miseria. Por si esto fuese poco, a partir de cierta cantidad de dólares, no disponibles, se le niega la posibilidad de adquirir los medicamentos necesarios, los alimentos suficientes o los insumos que le son indispensables para existir. Además, los servicios públicos se han hecho mínimamente dignos. No se puede obtener lo que se requiere. Se subsiste entre lo que, tal como si se tratara de un mendigo o un desvalido, se puede a duras penas conseguir. De ese modo, y siguiendo el ejemplo cubano, el temor generado por el poder busca paralizar a las mayorías, mantenerlas ocupadas tratando de resolver sus necesidades básicas, generando, con ello, una creciente sensación de impotencia y la creencia sembrada de que será incapaz de superar la actual situación de crisis, ya que el poder, que todo lo domina, es “invencible”.
Los venezolanos viven tiempos de disfuncionalidad orgánica. Carecen de una vida normal. De hecho, son protagonistas de tiempos anormales. Tiempos de desgarramiento. Han sido secuestrados. Las agresiones a las que se encuentran cotidianamente sometidos, las cifras de violaciones de los derechos humanos, son alarmantes e inocultables. El éxodo es la más fiel de las estadísticas. Además, los más diversos mecanismos de corrupción creados por esa suerte de corporación gansteril han impuesto por doquier el reino de la ineficiencia, la desidia y la generación de una hiperinflación que ha terminado por convertir al bolívar en papelillo. Todo lo cual conforma el horizonte de una sociedad sitiada, en la cual “lo extraordinario” se ha hecho “cotidiano”, como cínicamente apuntaba una propaganda del régimen. La imposición de lo anormal como sustituto de lo normal. Entretanto, los mondregotes de la vieja política, temerosos personajillos habituados a vivir de los beneficios del poder, se arrodillan y “pactan” con el régimen, encubriéndolo. Es innegable que la penetración del miedo ha calado hondo. Y, quizá esto sea lo peor, después de un cuarto de siglo ha devenido costumbre, modo de vida, forma de la cultura.
A pesar de la campaña según la cual “Venezuela se arregló”, la gran preocupación de los más humildes es la de poder salir temprano de sus hogares -convertidos en refugios contra el miedo- para llegar a tiempo a las colas y poder adquirir un pollo, una botella de aceite, un paquete de leche o de harina. Entre tanto, los medios de comunicación masivos, controlados o en manos del régimen, transmiten la fantasía de cómo, poco a poco, se han ido superando los inconvenientes, de cómo, cada vez más, nos acercamos al “reino de Dios en la tierra”, gracias a la labor continua que llevara adelante un individuo preclaro que, a pesar de que falleció, sigue al frente del timón del barco. El comandante fantasma. La verdad, el barco tiene en su casco no una sino muchas fisuras y se encuentra a la deriva, en manos de un grupito de malhechores. Bajo semejantes condiciones, el ambiente social y político cede su paso al “sálvese quien pueda” y, con ello, a la ausencia de Espíritu.
En medio del desasosiego, los buenos venezolanos que esperan pacientemente el reacomodo de “las cosas”, la “luz al final del túnel”, se aferran a eso que Hegel define como las “seguridades externas”, como expresión o reflejo de la pérdida del Volksgeist, severamente afectado por el insufrible peso del temor y del poder. A los que siguen dogmas sobrenaturales o las más extravagantes creencias en la conexión entre «el más allá» y «el más acá» -piénsese, por ejemplo, en la “corte malandra”-, quizá la conocida y muchas veces mal empleada frase de Marx les permita reconsiderar el hecho de que se trata de un camino peligroso y sin retorno, un auténtico “opio del pueblo” y para el pueblo. La reconstrucción de Venezuela inevitablemente va a llegar. Solo que los tiempos de la historia no se guían -como se cree- por las cronologías. Tampoco es cosa de la esperanza sino del estudio y comprensión de la historia. Por supuesto, el trabajo pendiente es duro. Reinventar un país no es “concha de ajo”, como se dice. Requiere de mucha voluntad e inteligencia, de constancia y paciencia. Pero, en todo caso, las generaciones futuras merecen vivir sin este miedo sembrado por un poder, a todas luces, autocrático, militarista, barbárico, gansteril. Con el pasar de los días, se hace cada vez más necesaria la exigencia de construir una sociedad auténticamente democrática, plural, justa y libre. Sin temor.
@jrherreraucv