Parecen médicos o enfermeros, pero son esbirros. Andan en pareja y en motos de alta cilindrada con el equipo de protección contra el coronavirus que compró el régimen a Rusia y a China. Es material descartable. Desde mascarillas hasta cubrezapatos. Recorren las calles de Caracas y de las principales ciudades del país en grupos de quince o más. No están espantando el SARS-CoV-2, sino atemorizando. Sembrando el miedo.
Venezuela aparece en las cifras oficiales como uno de los países con menos contagios y menos fallecidos con la pandemia. 204 contagiados, 111 recuperados y 9 fallecidos. La única protección de la población son unas mascarillas o tapabocas que cada quien se las ha ingeniado para obtener, la mayoría haciéndolas ellos mismos con cualquier pedazo de tela. No son desechables ni lavables. No hay agua y el jabón de pastilla o el detergente es inasequible. La electricidad falla y gas no hay. Es un país que atraviesa una crisis humanitaria, con niños que mueren desnutridos o víctimas de patologías gastrointestinales.
El régimen declaró una cuarentena general muy parecida a un toque de queda muy relajado. La condición para transitar es tener puesta la mascarilla, sin importar su condición higiénica. No tenerla significa estar a merced de los esbirros ̶ policías, soldados, guardias, milicianos y paramilitares ̶ que utilizan su carnet, su uniforme y el arma de reglamento para extorsionar y buscarse la vida. Todas las noches se anuncia la nueva cantidad de infectados, siempre pocos, y de los recuperados, siempre muchos. Entre los últimos contagios aparecen cuatro «médicos» cubanos; entre los fallecidos, un chofer de ambulancia y un vigilante privado.
Mientras el SARS-CoV-2 se propaga y aparecen algunos de los integrantes de la camarilla ejecutiva del régimen en los boletines de prensa recibiendo material sanitario proveniente de China, Irán, Rusia y Corea del Norte, en las estaciones de servicio no hay gasolina ni gasoil, diésel, y los pocos litros son preferentemente suministrados a la alta burocracia, la oficialidad militar y si queda algo para los médicos con salvoconducto. El resto de la población queda a la deriva. Debe pasar la noche y buena parte del día esperando tener suerte y que le vendan los 20 litros que le tocan, pero antes debe “bajarse de la mula” y entregarle 20 dólares al guardia, al policía o al soldado que pone orden en la fila.
De gran exportador de gasolina, hasta 1,1 millones de barriles diarios vendía en la costa este de Estados Unidos, con una de las refinerías con mayor capacidad de procesamiento del mundo, Venezuela después de 17 años de la Misión Barrio Adentro no tiene posibilidad alguna de autoabastecerse. Todas las instalaciones son un montón de chatarra. Se han incendiado y han explotado por falta de mantenimiento y mal manejo técnico, pero también porque han sido desvalijadas y canibalizadas. Cada quien se ha llevado lo que necesitaba, estaba “mal puesto”.
Desde que se conoció el brote de virus de Wuhan florecieron los chistes y la tomadura de pelo. Imaginaban que era otra gripecita u otra “alarma” de los laboratorios para disparar las ventas de antivirales u otro escándalo de mal entretenidos en las redes sociales. Como el gobierno chino ocultaba las cifras y la verdadera dimensión y peligrosidad del brote, todos se creían preparados para derrotar el virus. Hasta que llegó a Italia y la emergencia se salió de madre y en pocos días los muertos se multiplicaban a pesar de la atención médica y de las restricciones de movilidad. Todavía no han controlado los contagios.
En España, que presumía de tener el mejor sistema sanitario y que sus expertos anunciaban que sería fácilmente controlable, todavía aumentan los muertos diarios. Solo en Madrid tuvieron que habilitar un centro ferial en hospital de urgencias y dos pistas de hielo en morgues porque no había capacidad para guardar los cadáveres. En Estados Unidos, que no cuenta con un servicio público de salud, pero se vanagloria de sus adelantos médicos, científicos y tecnológicos, no les ha sido fácil dominar la COVID-19. Los más optimistas calculan que habrá 300.000 fallecimientos, y no necesariamente serán los más viejos las víctimas. El coronavirus no respeta fama, rangos militares, sabiduría ni función pública.
En Venezuela, después del tsunami que dio su primer disparo en febrero de 1992 y ha venido descargando sus cañones sin prisa y sin pausa desde 1999, el panorama luce de terror. Ni las mentes más prodigiosas de Hollywood habrían imaginado que pudieran concurrir tantas calamidades, tanto desdén, tanta mala fe, tanta ignorancia, tanta crueldad, además de tanta hambre, tanta corrupción y tanta violación de derechos humanos. Los grandes hospitales públicos que fueron pioneros en América Latina en trasplantes de corazón y riñones, con las unidades de la medicina de la mano más renombradas y con unidades de quemados que hacían milagros hoy carecen de lo más elemental, empezando por el agua, el alcohol y los antibióticos y terminando en todo lo demás.
La población entera está indefensa y cada minuto que pasa es más vulnerable. Son menos las medicinas, pero también los médicos y enfermeras: emigran a otros países. Con la epidemia también se expandió la escasez de gasolina. La irregularidad que se convirtió en normal en el interior del país, llegó a Caracas cuando más se le necesitaba por razones sanitarias y las obvias.
La medidas del gobierno se han limitado a ordenar el cierre de las actividades económicas, solo pueden abrir mercados, farmacias y centros de salud, y salvo el “bono coronavirus” por unos cuantos dólares, que recibirán los poseedores del carnet de la patria, los demás quedan a la intemperie, a la buena de Dios. Mientras, los funcionarios recorren los centros de salud con sus trajes de astronauta y sus camarógrafos, con sus esbirros con mejores mascarillas que los médicos y con guantes quirúrgicos de colores más a la moda. Nada que vender, presto libro de oraciones con su sujeto y predicado.
@ramonhernandezg