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También las democracias mueren

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La memoria de los hombres es muy corta. Y acabamos, así, por dar nombre de eternidad al irrisorio tiempo durante el cual la vida de cada uno transcurre. Lo de antes se nos desdibuja en una vaga prehistoria que inventamos a nuestra medida.

Decimos «democracia» y, en el automatismo incuestionado de nuestras cabezas, esa palabra resuena como la culminación inexorable de la historia. Porque todo hombre se imagina a sí mismo punto de llegada y cierre de cuanto hicieron sus antecesores. Nosotros vendríamos, así, a ser la consumación de lo que nuestros padres y los padres de nuestros padres habrían anhelado sin llegar a lograrlo del todo. De un modo mágico, que tiene su reflejo en la historiografía romántica, nosotros seríamos la apocatástica culminación de los tiempos. Y es mentira. Por supuesto.

Una misma palabra ha podido ser repetida, idéntica, a lo largo de milenios. Y, en cada secuencia del tiempo, esa misma palabra significó cosas distintas. Y aun contrapuestas. Traductores y filólogos saben que debe ser esa la cautela imprescindible para enfrentarse al pasado: no atribuir a otras épocas el significado que nosotros otorgamos a las mismas palabras que antaño fueron usadas. Sin esa precaución metodológica, el historiador, o el traductor, o el filólogo estarán hablando sólo de sí mismos, con la excusa de hacerlo de un tiempo ido. En el espejo, reinventarán una Grecia, o un Imperio Romano o Bizantino, en los cuales será sólo posible rastrear el mapa de su rostro.

Esto a lo cual nosotros llamamos democracia tiene una historia muy corta. En rigor, la que nace, como contrapartida de la Guerra fría, en 1948. Y un espacio aún más restringido: la Europa que se extiende al Oeste del muro de Berlín. Los Estados Unidos de América son ya un imperio: democracia es concepto demasiado corto para abarcar la amplitud de sus potestades. La Unión Soviética es un imperio imperfecto, económicamente imperfecto, que, a la larga, se mostrará fallido y quebrará. El resto del planeta, una mezcla entre fuente de extracción y basurero. Los cuarenta años de «equilibrio del terror», que nos ofrendó la Guerra fría, dieron a ese occidente europeo un tiempo de esplendor único en la historia. Ascenso económico sostenido durante cuatro decenios, sistema de libertades y garantías hasta entonces desconocido, plena recomposición social que, entre otras cosas, hizo emerger como sujeto histórico a la mitad de la población hasta entonces preterida: las mujeres.

Claro que el término «democracia» existía desde mucho antes: unos 2.500 años, para ser precisos. Pero seamos mínimamente rigurosos: la palabra griega, que llega hasta nosotros, no significaba para los ciudadanos de la Hélade nada que se asemeje a lo que nuestra imaginación inyecta en ese término. No, la democracia no dotaba a los ciudadanos griegos de mayores libertades que la tiranía. Más bien sucedía al revés. Las tiranías requerían de una más amplia retórica populista que las formas de poder monopolizadas por un «demos» constituido por los sectores más aristocratizantes de la ciudad. La participación abierta de todos los habitantes en el juego político estaba, de entrada, herméticamente excluida. Y, ya en la edad moderna, cuando Maquiavelo habla, en 1513, de régimen «popular», está describiendo sólo el caos transitorio que precede a una tiranía estricta. Y, en el siglo XVII, las descripciones de eso a lo que se da nombre de «democracia» son las de variedades más o menos benévolas de oligarquía.

Cuando, en 1789, las revoluciones burguesas abren paso en toda Europa a la participación ciudadana, el voto del cual se habla es inicialmente un voto censitario. Y en el que, en cualquier caso y sin excepción, quedaban excluidas las mujeres. Las cuales hubieron de esperar hasta bien entrado el siglo veinte para existir a efectos electorales. Entendámoslo y no nos engañemos a nosotros mismos. Los europeos occidentales de la segunda mitad del siglo veinte han sido los únicos humanos en conocer ese sistema pleno de distinción entre lo público y lo privado –garantizado por una bien codificada división de poderes– al cual llamamos democracia. Un lujo rarísimo, que ha hecho de la condición europea, durante ese medio siglo, la más grata –o la menos ingrata, si se prefiere– de la que tengamos testimonio histórico. Hemos sido unos privilegiados. Y pienso que, al menos, hemos sabido aprovecharlo: nuestra vida ha sido, sin comparación, más placentera y más digna que la de cuantos nos precedieron.

Pero no hay lujo que no se agote. Ni tiempo que no muera. Acabó la guerra fría. El equilibrio del terror se fundió. Hubo un paréntesis de tres decenios. Y ahora los dos Imperios se coligan. Y el decorado democrático en torno a su teatro deja de servir para nada. Seguimos hoy hablando de «democracia», porque no tenemos otro término y porque sabemos que hay a nuestro alrededor cosas infinitamente peores. Pero, ¿es sensato, en las digitalizadas sociedades de control total, en las que sin excepción vivimos, hablar de distinción entre lo público y lo privado? ¿Tiene el menor sentido hablar de libertad, cuando cada partícula de cada vida individual está configurada y rastreada milimétricamente por poderes con una capacidad invasiva que, hace tan sólo treinta años, nadie hubiera siquiera fantaseado? ¿Podemos llamar democrática a una sociedad que vive en la impunidad con que los políticos imponen sus reglas a los jueces? ¿A una sociedad en la que el robo masivo se considera la forma normal de ejercicio del poder y en la que nadie reclama responsabilidades a quienes roban desde el vértice del Estado?

También las democracias mueren. ¿Qué es lo que viene ahora? ¿Quién podría saber eso?

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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