Es evidente que el conflicto de poder en Venezuela luce estancado, eso no significa inmovilismo, sino que los movimientos políticos de los sectores enfrentados no son de la calidad tal que inclinen, por ahora, la balanza claramente hacia alguno de los dos lados, ninguno está derrotando decisivamente al otro. El criterio anterior no invalida que un sector tenga una posición estratégica superior.
La situación actual favorece objetivamente a quien detenta el poder, el cual apuesta a la cronificación del status quo y a que el mismo comience a ser percibido por la comunidad internacional al igual que con Cuba (molesto para algunos), pero parte de la complejidad de la realidad internacional y con el que se coexiste.
La superación del estancamiento no parece que se supere, en el corto plazo, vía diálogo y negociación (la mejor fórmula para el país por pacífica e institucional), porque el régimen chavista no tiene todavía suficientes incentivos positivos ni negativos para negociar acuerdos facilitadores del regreso a la constitucionalidad.
Más aún, el chavismo se prepara para imponerle al país unos comicios parlamentarios bajo las mismas condiciones de la ilegal e ilegítima reelección presidencial del 20 de mayo de 2018; con lo cual desestima la necesidad y el deseo nacional de que los comicios, cualesquiera sean, se hagan cumpliendo con la legalidad vigente. Además de lo anterior, hay que reseñar la decisión del gobierno de adelantar un nuevo, pero quizá el más grave hasta los momentos, atentado contra la autonomía universitaria y la implementación de un censo inmobiliario que exhala el tufo de una nueva temporada de expropiaciones.
Como se aprecia, con todo y las enormes presiones internacionales –que parece escalarán–, las crecientes dificultades financieras y el rechazo mayoritario de la sociedad, el régimen continúa firme en su propósito continuista.
Eso sucede porque la dictadura no siente la gobernabilidad en peligro. De hecho hay una desmovilización ciudadana enorme, impropia de una situación como la que se vive. Solo explicable por un desgaste de la esperanza, porque no se le habló claro, desde el principio, a la sociedad en el sentido de explicarle que el cambio no es cosa fácil ni está a la vuelta de la esquina y por la aplicación de cierto grado de terrorismo de Estado de parte del régimen.
Para romper el estancamiento es necesario que las fuerzas democráticas recuperen su capacidad de presión y movilización ciudadana. La dirigencia democrática tiene el deber y la responsabilidad de actuar con creatividad y audacia para superar esa especie de bache en el cual ha caído la lucha por el cambio.
Los recientes sucesos en Ecuador demuestran que no es fácil ni sencillo superar el legado fatídico que dejan los populismos. Y que la aplicación de los necesarios ajustes para reconstruir o recuperar la economía no pueden improvisarse ni regirse por criterios exclusivamente tecnocráticos. Para que tengan viabilidad deben ser asumidos por los gobernantes como operaciones de alta política. Lo que supone: construir acuerdos con sectores representativos, convencer a la sociedad de la necesidad impostergable de su aplicación y diseñar medidas compensatorias para neutralizar sus efectos negativos en el nivel de vida de los sectores medios y en los más débiles de la sociedad.