El régimen, en los últimos días, ha atosigado al país con patrañas y mentiras de diversa índole tratando de mostrar una faceta de enmienda y modernidad. Sin embargo, simultáneamente profundiza el acoso y el cerco gubernamental contra la disidencia al cerrar los caminos para ejercer la oposición de manera civilizada y pacífica.
La crítica y el derecho a disentir los conculca de forma sistemática, mediante arbitrariedades y abusos; quienes discrepamos somos considerados por la dictadura como obstáculos, elementos antisociales que debemos ser suprimidos para facilitar la definitiva y urgente entronización de un orden totalitario.
Estamos asistiendo a la completa destrucción de la sociedad venezolana en los momentos en que es necesario proclamar con mayor fuerza el sentido de identidad nacional. Así lo demandan los avatares y requerimientos de un mundo moderno globalizado, sacudido por una crisis cuya duración y profundidad es impredecible y que compromete el presente y las posibilidades de nuestro país hacia el futuro.
El madurismo nos quiere dependientes, sumisos y excluidos; pretende imponernos la noción de que debemos aceptar todo por miedo a perder todo. Esta perversa manera de concebir nuestra participación en la sociedad nos ha generado un sentimiento angustioso por la descalificación del sentido de nuestras acciones como individuos. A su vez, esa angustia determina un giro de perspectiva, a un forzado eclipse de la ética de la responsabilidad con nosotros mismos y con la obligación de trazar firmemente la frontera entre nuestras convicciones y lo que se pretende imponernos. Ello nos debe reforzar la necesidad de reivindicar nuestro derecho a la movilización política para participar en la evolución de la vida de la República. Ese sentimiento -profundamente arraigado en cada uno de los ciudadanos- no puede ser negado ni escarnecido por un régimen totalitario, militarizado e íntimamente vinculado a un populismo de corte fascista.
Aumenta, entonces, la distancia entre el Estado y una importante parte de la sociedad. Nadie, en su sano juicio, está dispuesto a admitir pasivamente que una voluntad política única sustituya la pluralidad de opiniones e intereses divergentes, ni tampoco que se elimine la posibilidad de manejarlos mediante su negociación o conflicto.
Debemos ser conscientes de que cuanto más fuerte sea nuestra apatía y desinterés frente a lo que ha venido ocurriendo en el país, más totalitaria y despótica se volverá la dictadura y no dejará lugar a la libertad personal, a la democracia, ni a las tradiciones si estas no se identifican con el poder del Estado. Ese poder absoluto del que hace gala y utiliza sistemáticamente el régimen, ha venido devorando vorazmente la acción autónoma de los actores sociales y a la sociedad civil. Nos suprime el espacio público y nos reduce a la condición de muchedumbre, de multitud dócil a la palabra y órdenes de un jefe. ¿Seguiremos tranquila y pasivamente de brazos cruzados? ¿Yo?, nunca.