Era viernes, víspera de un incendio más adelante referido, y quizá antes de desmaquillarse, echarse al coleto el somnífero habitual y ponerse el antifaz de dormir, estuvo leyendo sobre pociones mágicas, con las cuales las de su estirpe aojan a los simples mortales. Vencida por el sueño, el caleidoscopio onírico la situó en un siniestro laboratorio donde preparó un bebedizo con sangre de cuervo, corazón de serpiente, ojos de sapo y otros infames ingredientes infaltables en elíxires maléficos. Una vez consumido el mejunje, fue transportada a una ominosa ergástula donde se le apareció una broncínea figura con los rasgos y proporciones del Satanás de Jean-Jacques Feuchère expuesto en el Museo del Louvre. El demonio cobró vida y la abrazó con sus enormes alas. Un súbito vértigo de placer la estremeció, a pesar de la azufrada fetidez de la mazmorra y, sin solución de continuidad, se vio de rodillas ante el inquisidor general de Castilla y Aragón, Tomás de Torquemada; el feroz artífice de tormentos y suplicios dirigidos a redimir almas descarriadas, la instaba a abjurar de su herética lealtad y su fanática veneración al amo y señor del inframundo rojo —no es necesario recurrir a manuales del tipo Freud a su alcance, Psicoanálisis de bolsillo o A-Z del subconsciente para interpretar esa genuflexión como un símbolo de su sumisión al falso mesías del cuartel de la montaña y a su (im)prescindible apóstol y legatario—. El temible presbítero dominico, en sumarísima vista, la condenó a la hoguera purificadora. Sobresaltada, sudorosa y al borde de un ataque de nervios, despertó gritando ¡fuego, fuego, se quema mi casa!, repetición involuntaria de una lección memorizada cuando, de niña, aprendió a leer en algún abecedario ilustrado.
El episodio precedente pudo haber ocurrido, mas no sucedió; lo soñé, sueño dentro de un sueño ajeno, después de tener noticias de la quema de un galpón del CNE donde se almacenaban máquinas de votación, acaso manipuladas para adulterar escrutinios y, conjeturo, materiales seguramente probatorios de marramucias (o marramuncias) y trapisondas perpetradas por el aquiescente Poder Electoral y su presidenta (re)luciente, obediente, durmiente y saliente. Sí, lo forjó mi inconsciente porque en las llamas provocadas vaya a usted a saber por quién y no crea lo del presunto Frente Patriótico, se comenzó a cocinar un guiso electoral. Y, en consecuencia, estimé necesario llamar la atención del lector sobre cómo el mantra del interinato presidencial —cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres— ha sido desplazado de la agenda pública por la urgencia de conformar gatopardianamente un órgano arbitral con miras a la elección del Parlamento, proceso inaplazable, de acuerdo con la peculiar hermenéutica constitucionalista del mismísimo Maduro, quien es el primer interesado en su realización —«En reunión con gobernadores y alcaldes oficialistas, el jefe del régimen exhortó a los integrantes del comité preliminar afectos al oficialismo a no dejarse sabotear la designación de la nueva junta directiva electoral», leíamos el día 6 en la prensa digital—, y al pánico a quedar como la guayabera y haciendo cui-cui de quienes convierten sus escaños en estafetas de negocios turbios.
Las estrategias políticas no son inmutables, pues responden a circunstancias específicas. Cuando estas cambian, es imperativo revisar tácticas y objetivos y, de ser necesario, modificarlos en sintonía con el momento histórico; sin embargo, las razones (condiciones objetivas, diría un marxista) para poner término al ilícito ejercicio de Maduro Moros — pobreza extrema, hiperinflación, inseguridad, corrupción, represión— siguen siendo las mismas de hace un año, o se han agravado, no así la disposición de la ciudadanía a propiciar un cambio (condiciones subjetivas según el marciano, perdón marxista). El temor y la desilusión inmovilizaron a buena parte de la población. De allí la importancia del Pliego Nacional de Conflicto, iniciativa de Guaidó y la diputación mayoritaria orientada a «unificar las luchas de los sectores democráticos», y paso significativo en procura de una impostergable concertación, a fin de no pisar el peine de un ilusorio consenso en torno a un cne a ser fatalmente nombrado por el irrito tsj (las minúsculas no son arbitrarias sino justas). Hay quienes a esta eventualidad no les inquieta —a diario me llama un amigo versado en el anacrónico tejemaneje del bipartidismo de la segunda mitad del siglo pasado e, incombustible, me informa con distanciamiento brechtiano de su resignación ante el fait accompli—.
Los inocultables deseos del combo dictatorial de controlar la Asamblea Nacional y los pronunciamientos oportunistas de cansados bueyes prebolivarianos, presumiblemente basados en la carta magna, respecto a su concurrencia a unas votaciones parlamentarias, por lo visto y oído inevitable, se fundamentan por igual en falacias de diversa naturaleza. Quienes defienden la participación en la farsa cocida en los rescoldos del destruido galpón mirandino y rechazan de plano la abstención, apelan a argumentos ad verecundiam y del tipo magister dixit. Suelen citar, por aproximación y fuera de contexto, a un filósofo, Platón: «Por rehusarte a participar en política, terminarás siendo gobernado por hombres inferiores a ti»; a un historiador, Arnold Toynbee: «El peor castigo para quienes no se interesan en la política, es ser gobernados por quienes sí se interesan»; o a un político populista, compinche del chavismo, Luiz Inácio Lula Da Silva: «A quien no le gusta la política corre el riesgo de pasar su vida entera siendo mandado por quien sí le gusta».
Pasemos por alto el desaprensivo proceder de los yo-no-me-meto-en-vainas-si-no-trabajo-no-como —y si trabajas, tampoco, ¡comemierda!— y las detracciones anarcoides de los radicales de nuevo cuño atrincherados en el ciberanonimato, y traigamos a colación tres opiniones más o menos contrastantes con las arriba expuestas, publicadas en este medio el 5 de marzo. El arzobispo Ovidio Pérez Morales sostiene en «Elecciones 2020«: «Son incompatibles unas elecciones parlamentarias con la existencia y funcionamiento de la ilegítima asamblea nacional constituyente, autoerigida como poder originario, absoluto, cuasidivino. Ella se creería facultada para decidir cualquier cosa, en cualquier momento, sobre la Asamblea Nacional y, en general, sobre el Poder Público». Por su parte, el periodista Alfredo Cedeño pregunta en su artículo «Mojiganga electorera«: «… en qué cabeza cabe pensar que una cúpula militar […] de piernas abiertas a cubanos, chinos y rusos, puede hacer respetar la voluntad popular. Y last but no least, Perkins Rocha, coordinador del Bloque Constitucional de Venezuela, escribe: «… está buscando el régimen con las elecciones parlamentarias, conseguir, sin costos políticos, ni sociales ni ideológicos, ganar, interna e internacionalmente, lo único que no tiene: legitimidad. Con ello, plantearía una mutación política de nueva dominación hacia una tercera década de sometimiento al ciudadano» (Elecciones parlamentarias: trampa cazabobos).
La discusión dista mucho de ser un debate encauzado a esclarecer y destrabar la compleja situación y más bien nos sume en el desasosiego; no obstante, hay un hecho incontestable: el país carece de un sistema electoral libre del mal de males: la corrupción. Esta casa a la perfección con el fraude y tal matrimonio impide la supervisión de observadores imparciales e independientes, y facilita toda suerte de alteraciones en el conteo y totalización del sufragio. «La corrupción —sostienen técnicos y especialistas— es estructural. Erradicarla exige mucho más que la simple selección de los rectores del CNE. Y si se produjese un triunfo inocultable de la oposición, la espuria constituyente procedería a desconocerlo de inmediato».
Menos irreal y más atroz que el sueño de tibi (minúscula pa’ti también) es la presente encrucijada. Así como el barajo coyuntural de su rectoría no basta para deslastrar al ente comicial de sus vicios estructurales, tampoco la abstención es repuesta al desafío planteado. ¿Y entonces? Entonces debemos pasarle el testigo a la imaginación y exigir condiciones inalienables para la participación. Y de no ser satisfechas nuestras demandas, boicotear las votaciones, a objeto de convertirlas en un acto nulo de toda nulidad. ¿Cómo? Mediante la acción propagandística y la agitación permanente en todo evento, no importa cuán insignificante parezca, relacionado con la olla calentada, no en la pira de la redención, sino en las brasas de Mariches. «Somos una poderosa mayoría que puede cambiar este país». Eso afirmó Guaidó. Y no habló en sueños.
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