Es una película dirigida por Alidha Ávila, sobre un texto cinematográfico de Ana Teresa Torres y magníficamente protagonizada por el muy joven Luigi Sciamanna en un casi “solo” de actuación. Hecha en 1996, para celebrar el centenario del nacimiento del Gran Mariscal de Ayacucho, acaso la figura más trágica y heroica de la gesta independentista. Fue engendrada y creció en medio de no pocas dificultades.
La primera es que el Conac, encomendado por el recién nombrado presidente Caldera, debía encontrar una fórmula que permitiese que esa necesaria celebración saliese de los ámbitos académicos y reducidamente políticos y llegase a amplios públicos nacionales y, en lo posible, latinoamericanos. Se optó por hacer un filme para televisión, en video, y se escogió a Avila, que venía preparando un dramático televisivo más limitado con los mismos fines, para su realización. Esto ocasionó fuertes reclamos de varios cineastas por el hecho de no haber sido sacada a concurso, como era modalidad en el instituto que regía la actividad cinematográfica. El Conac arguyó que no se trataba de una película, sino un video televisivo, y que esa institución se regía por patrones diferentes a los usados por Centro Nacional de Cinematografía. La disputa pareció postergarse en espera de los resultados del filme de una directora novata en producciones de esa extensión y peculiares problemas de realización, con escasos recursos para una obra por su naturaleza costosa y con un tema propicio al lugar común patriotero o al aburrimiento académico.
Pues bien, resultó tan exitoso que no solo los cineastas beligerantes hicieron mutis, sino que la escasa crítica nacional la recibió con aplausos. Recuerdo entusiastas artículos de Alfonso Molina, Rodolfo Izaguirre y Salvador Garmendia, entre otros.
Pero surgió otro problema mayor. El gobierno calderista, a su más alto nivel, decidió mutilar bárbaramente la película, sobre todo suprimiendo todas las escenas amorosas, que eran varias, supresión que no solo deformaba el personaje -¡Ave María purísima!- sino incluso la coherencia de algunas secuencias. La película empezó a dar tumbos sin mucha ventura en el paupérrimo canal del Estado. Y terminó por apagarse. La idea de convertirla en un filme para las grandes pantallas se olvidó. Y la cineasta Ávila refunfuñando se dedicó a olvidarla.
En paralelo, yo fui jurado del Festival de La Habana ese año. El festival tenía la peculiaridad no hacer preselección del enorme material que le llegaba, lo que nos obligaba a ver en buena parte solo fragmentos, a veces minutos. No había otra manera humana. Le llegó el turno a Sucre, yo no tenía muchas esperanzas. Pero se vio un tiempo largo, hasta que alguien dijo en la oscuridad: “No está nada mal, pero esas son las películas rituales que hacen los gobiernos para celebrar sus héroes, nada más. Dejémosla hasta aquí”. En la misma oscuridad alguien contestó “No, yo le estoy viendo algo muy especial, sigamos”. Seguimos. A la hora de la premiación, recibió entre tantos filmes continentales una mención de honor.
En meses recientes Alidha me comunicó que algunas personas calificadas la habían visto, hablamos de casi treinta años después, por aquí y por allá, aun en el exterior, con mucho entusiasmo. A mí que venía experimentando la rapidez del envejecimiento del cine y que películas mundiales que me habían gustado mucho no ha tanto ahora no me decían nada. No digamos las venezolanas. Esos treinta años me parecían demasiados años.
Cuando recientemente la pasaron en el Trasnocho me sorprendió el gentío que fue a verla, tanto que hubo que habilitar las dos salas y no una como se había planificado. No sé por qué.
Bueno, lo importante es que sigue siendo una película conmovedora, modestamente muy rica, un notable homenaje al Mariscal. Y que estos treinta años no la han devaluado. ¿Un clásico de nuestro accidentado cine? Quién quita. La están pasando en Barcelona, España. Un extraño caso de resurrección.
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