El único ser humano que perdió en vida su carácter divino fue el emperador japonés Hirohito coronado en 1926. Quiso ser un monarca constitucional a la manera occidental, pero terminó cediendo a las perversas manipulaciones de los militares fascistas y se condenó a sí mismo al participar activamente en la Segunda Guerra Mundial aliado a los nazis. Se le consideraba Hijo Celestial pero al salir Japón vencido y humillado perdió la divinidad. Un cáncer a los 87 años puso fin a su mandato como emperador y se dijo que en los últimos años de su vida lamentaba haberse comprometido en aquella espantosa equivocación histórica y humana.
El emperador, el rey, todo monarca simboliza al hombre universal, la suprema conciencia; y su coronación arrastra consigo la gloria de la victoria. Esto significa que todo hombre por más rudo, áspero, necio o imbécil que sea puede exigir que lo llamen o consideren rey si alcanza un instante de enorme o absurdo triunfo personal.
En tiempos lejanos se emparentaba al monarca con el Sol y con los alucinantes resplandores del oro lo que determinó, de inmediato, que se le añadiese condición de inmortalidad para subrayar el carácter divino: dejaba de ser humano para convertirse en un nuevo Dios. Lentamente el carácter divino fue heredado por los héroes; luego, ciertos humanos prepotentes se envalentonaron, emplearon toda clase de trampas y artimañas y se apoderaron del trono y desde allí amenazaron al mundo con un dedo índice acusador y mediante el terror y las torturas impusieron un pensamiento único. Alrededor del rey vive la realeza y con ella una corte de ociosos personajes dispuestos a lisonjear al monarca, alimentar su vanidad y presionarlo hasta verlo vencer sus propios límites y ejercitarse en el crimen. La historia de Inglaterra está surcada de piélagos, conjuras y asesinatos crueles. Los textos de William Shakespeare, uno de sus mejores cronistas, así lo atestiguan.
Los simbolistas afirman que el amor tiene una parte destacada en el concepto de la realeza porque constituye una de las formas más evidentes de culminación de la vida humana, por eso en el matrimonio de rito griego, sostiene Eduardo Cirlot, los novios durante la ceremonia se colocan en la cabeza una corona de metal precioso. El rey y la reina, juntos, constituyen la perfecta unión del cielo y de la tierra, del sol y de la luna. y el título de rey se le adjudica al mejor de cada especie: el león es el rey de la selva; el oro es el rey de los metales. ¡Yo soy el rey del barrio marginal! ¡El pran de esta cárcel!
El monarca antiguo reinaba sobre una anquilosada y rencorosa nobleza feudal y se erigía como el férreo dominador de vasallos que se alimentaban de su propia, extensa e indigente ignorancia.
Pero junto a él, al lado del bufón que le sirve de mascota y perro fiel, la soledad se mueve en silencio más peligrosa que su propia sombra. Es su enemiga más oscura y taimada. No existe en el mundo un ser más solitario que el amo del poder absoluto, el monarca despiadado, el tirano, el cruel. Teme a todo aquel que se le acerca porque sospecha que en sus miradas avanza el puñal que acabará con su vida. Cree que todo el que se le arrodilla esconde la codicia de arrebatarle las riquezas acumuladas y recela del aire que respira con irascible dificultad.
Usualmente, manda levantar estatuas con el poder de su altivez para que sean derribadas luego por el furor popular.
El autócrata se rodea, además de complicados círculos de seguridad, cortes pretorianas, informantes que a su vez espían a otros informantes y sin percatarse vive un infierno de recelos y suspicacias ahogándose en el pantano de su propia soledad temeroso de que la muerte violenta pueda brotar de alguno de sus malencarados escoltas.
El coronel Aureliano Buendía en su momento de mayor dureza guerrera ordenaba que sus ordenanzas trazaran un círculo de tiza que establecía a su alrededor una despótica distancia con sus interlocutores. Ni siquiera Úrsula Iguarán, su madre, podía acercársele.
Un amigo fallecido hace años se jactaba pública y estentóreamente de su admiración por la monarquía, pero al mismo tiempo se exaltaba ponderando a Fidel Castro. Cuando le hacían ver los desajustes de aquellas actitudes repreguntaba con cierto brillo irónico en la mirada: «¿Fidel Castro no es un monarca, pues?».
Se le escuchó decir a Juan Vicente Gómez, el astuto y traicionero caudillo andino y militar, palabras más, palabras menos: «¡Venezuela era una isla abandonada que yo me encontré!».
Y en la Venezuela humillada por un régimen militar oprobioso y «bolivariano», el déspota al mando cree ser un monarca que reina sobre territorios físicos y humanos de su pertenencia sin percatarse de que es un ser sucio, incapaz, cínico, despiadado y cruel al que nada le pertenece.
¡Un monarca que es él mismo su propio bufón! ¡Un ser solitario!