Acaba de tener lugar la gran presentación anual de la cacharrería de la manzana, lo que llaman el «Evento de Apple». Sería absurdo desdeñar a esa compañía, pues es la mayor del mundo en capitalización bursátil. Pero, ¿qué han presentado en el famoso «evento» planetario? Pues al final la joya de la gala fue el enésimo iPhone. Sin duda será virguero, carísimo y tendrá una cámara con más píxeles que pelos tengo yo en el melón, pero que no deja de ser otra vuelta a la noria de inventos pasados. La realidad es que la creatividad de Apple ha caído en picado desde la muerte de Steve Jobs en 2011, a los 56 años y tras 8 años de liza con un cáncer de páncreas que complicó con sus terapias alternativas. Apple es un colosal negocio, el mejor, pero más que inventar el futuro están ya viviendo del pasado. Escasean las nuevas ideas, las que aportaba el genio bronco de Jobs.
Llamado Abdul Lateef Jandali de nombre de pila, Jobs fue el hijo de un emigrante sirio musulmán y una estadounidense católica de ancestros alemanes, que lo entregaron en adopción a una familia de clase media que lo quiso mucho y bien. Desde crío se vio que tenía una cabeza fuera de lo común y un carácter diferente y airado. En la universidad aguantó solo un semestre y se largó a la India, en un viaje de siete meses donde aprendió una de las máximas de su vida: el gusto por lo simple. «Lo simple puede ser más difícil que lo complejo. Tienes que trabajar muy duro para hacer que las cosas sean sencillas».
Como recuerda la leyenda, a los 21 años, en 1976, fundó Apple con su amiguete Stephen Wozniak. En 1985 lo largaron de su propio invento y aprovechó para poner en órbita a Pixar. En 1997 una Apple que se arrastraba lo repescó y la convirtió en el imperio que es hoy. Steve Jobs quería ofrecer objetos tecnológicos de diseño atractivo y bello y manejo fácil. Una idea tipo huevo de Colón. Hoy parece muy sencilla, pero a nadie se le había ocurrido; como nadie antes de Amancio Ortega pensó que uno se podía forrar democratizando la moda y vendiendo ropa de diseño alto a precio bajo.
En su etapa final, Jobs contrajo una neumonía tras un trasplante de hígado. Lo medio sedaron y le pusieron una mascarilla. El magnate se desperezó para quejarse de que no le gustaba su diseño y exigir otra. Personalmente podía ser ciertamente insoportable. Rarito y además borde. Un tipo extraño, que en algunas fases de su vida solo se duchaba una vez a la semana, convencido de que gracias a su dieta vegetariana no desprendía mal olor (sus interlocutores no concordaban). De mirada abrasiva y paciencia nula, aseguraba que trabajando con sus equipos «ellos me pueden echar mi mierda a la cara y yo la suya a ellos». Sin embargo parece que ese intercambio de detritus iba siempre en la misma dirección: de Jobs hacia sus empleados. Era un dictador, con un «desorden narcisista» (dicho por una exnovia que lo recuerda con afecto). Pero paradójicamente valoraba muchísimo el trabajo en equipo y sabía que sin él no hay nada que rascar. «Soy brutalmente honesto», resumía, y ciertamente tenía una ética de trabajo a prueba de bombas.
Jobs no era un informático especialmente dotado, ni un diseñador, pero sabía rodearse de los mejores, sacar punta a sus ideas y con ese cóctel crear algo nuevo e inmensamente atractivo. Probablemente su mayor talento era el marketing. Un vendedor magnífico, carismático, que sujetaba el iPad en los eventos con tal fulgor que parecía un remedo digital de Moisés con las tablas de la ley.
Simplicidad, belleza y glamour. Con esa receta, aquel fanático de Dylan y los Beatles fue abriendo nuevas fronteras: el Macintosh, la animación de Pixar, el iMac, iTunes, el iPhone, el iPad… Hoy en su compañía todo se ha quedado en darle vueltas al telefonillo e intentarlo con un reloj que no acaba de cuajar demasiado.
Jobs es un ejemplo clarísimo de que las ideas son el motor que lo mueve todo. Lo que verdaderamente importa. Muchas empresas, países y familias siguen viviendo de las rentas de un genio previo que sentó unas bases nuevas y sólidas. En política, en Occidente atravesamos auténtico erial, porque, robándole la frase a Gramsci, el mundo viejo no acaba de morir ni el nuevo de nacer (y fuera de Occidente todavía es peor, un horror dictatorial). En España, en vez de creadores a lo Jobs hoy tenemos al frente de los partidos a personas de nivel medio, nada creativas y que se limitan a seguir arando en el surco de lo ya trillado. Pensar es fatigoso y lleva tiempo. El regate corto se impone y la política se vuelve cutre y cortoplacista. Pero vendrán días mejores.
Artículo publicado en el diario El Debate de España