Spiderhead se ha colado rápido en lo alto del algoritmo de Netflix, constituyéndose en una de las ofertas más apetecibles del servicio de streaming, durante el último mes, cuando venimos de discutir sobre el futuro de la plataforma, habida cuenta de su descenso en la bolsa y en la cantidad de suscriptores.
Tal parece que la compañía de la N grande ha decidido poner toda la carne en el asador y dar batalla, antes de ser derrotada por la competencia de Disneyplus, Amazon y HBO Max.
Sin ser un diez, o una cinta perfecta, Spiderhead contiene algunos de los mensajes inquietantes de la temporada, acerca del control de los ciudadanos en curiosas cárceles de diseño, utilizándolos como ratas de laboratorio, como cobayos de un experimento aparentemente “cool” en una suerte de campo de concentración apartado de la civilización.
Basado y producido a la luz de una historia original de la revista New Yorker, el largometraje se permite especular con razón en los efectos que tiene experimentar con drogas dentro de una prisión de alta tecnología.
Los reclusos consienten llevar un dispositivo en su espalda que suministra e irriga fármacos en su cuerpo, alterando sus percepciones y emociones.
Los convictos viven en el interior de un clásico castillo de Kakfa, donde comen platos orgánicos, juegan video games, escuchan música a discreción, conversan entre ellos y hasta les brindan salidas en lancha, al tiempo que prueban dosis de píldoras del amor y versiones de LSD.
El sueño cumplido para un capo o un mafioso en su cautiverio paradisíaco.
El filme es inteligente y caustico a la hora de mezclar sus referencias a la literatura de ciencia ficción y de anticipación, haciéndole guiños a Un mundo feliz, 1984 (con todo y Big Brother guapo de Truman Show), Rebelión en la granja y Vigilar y castigar (el texto de Foucault).
En efecto, la cámara se emplaza en un panóptico de arquitectura minimalista y gusto hípster, cuya imagen alude a nuestros encierros virtuales y reales a lo largo de la cuarentena.
En un futuro no muy distante, las cárceles pueden ser como una especie de Spiderhead, privatizada como la aplicación de un emprendedor tipo Jeff Bezos.
No en balde, el guion comparte una preocupación generacional de ciertos autores, que ven en Elon Musk y su proyecto de conquista del espacio, “un plan secreto de establecer colonias fascistas en Marte, carentes de supervisión y digitadas a voluntad por una élite, a la manera de una maquila o un gulag”.
Así lo traduce el reciente documental de Werner Herzog con su hijo, bajo el título de The Last Exit.
Por cierto, que no se habla mucho del mejor secreto que esconde la accidentada Lightyear, en el sentido de reflejar la idea inquietante del acostumbramiento conductista a vivir en peligro, consumiendo la vida en la conquista de lo inútil, mientras la existencia pasa y las décadas se pierden.
Buzz es, a su modo, un yonqui programado de la acción y la adrenalina, que pelea contra él mismo y su misión estéril por salir de una trampa como de “Cabeza de Araña”.
Cuidado porque las relaciones no son casuales, y responden a problemáticas y angustias contemporáneas, visualizadas incluso en la estética de Dune, otro ejemplo.
De hecho, la limpieza del cemento pulido, en la instalación, es solo uno de tantos espejismos que se instrumentan, para afirmar el orden y la voluntad de poder, ante unos individuos que han entregado su libre albedrío, cuales integrantes de la prisión de “Loki”.
La Matrix y el simulacro de Spiderhead, también elabora un diagnóstico indirecto sobre el mundo al que estamos expuestos en nuestro régimen de pantallas. Es decir, al multiverso de la locura de un poscine algorítmico, que se suministra como Soma en las redes de los fanáticos, para que paguen la entrada, se gratifiquen y se dopen, verificando sus datos y teorías.
Joseph Kosinski no es nada tonto, viene de refrendar su condición de realizador interesante y de nuevo culto en Top Gun: Maverick, al enlazar dos cintas estimables en menos de un mes.
El director se vale de un casting de estrellas, entre las que figuran su talismán Milles Teller y un Chris Hemsworth que goza en deconstruir su mito de súper héroe, reservándose el papel del villano Big Tech.
Coincido con la crítica que el principal defecto reside en la construcción de la historia, prologando la acción por unos tres actos que culminan atropelladamente, con situaciones que rozan lo inverosímil y que lucen trilladas en su dinámica de conflicto.
Entusiasman los minutos iniciales, los secretos que se van desvelando, los misterios que se desnudan en la conspiración. Sin embargo, el guion desemboca en una escena de explicación y confesión, más propia de una venganza de tebeo con pelea de “Avengers” incluida.
Luego, ocurren salvamentos y redenciones que pertenecen a la fantasía que se quiere expurgar, consolando a la platea con un falso happy ending. Por poco no incluyen una gratuita escena poscréditos.
Así y todo, considero que Spiderhead envía un oportuno llamado de alerta, destinado a despertarnos frente a la tentación corporativa, narcótica y estatal de hacernos cada vez más obedientes, mediante la manipulación de nuestros organismos y cerebros. Una trama de complot que el cine viene narrando desde los tiempos de los candidatos de Manchuria, de los doctores Caligari que nos enclaustran en su red de pastillas y epidemias de adictos.
De ahí que calce con los temores que genera la destrucción del tejido social, a partir de la explotación exhaustiva de las recetas del Oxycontin y del Fentanilo, ambas analizadas por el documental de Alex Gibney, El crimen del siglo.
Nada más y nada menos que la crisis de los opioides, ampliando las investigaciones del David Cronenberg de la distopía de la nueva carne.
Un body horror del que usted debe cuidarse de ser la próxima víctima, a merced de una psiquiatría deshumanizada, corrupta e inescrupulosa.
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