Cuando nací en la Caracas de 1931, las madres parían en sus casas. Mis hermanos contaban flechados de risa que la comadrona que ayudaba al doctor Osío, el médico de la familia, al alzarme para que lanzara mi primer grito exclamó con gran alborozo: «¡Parece un cochino inglés!», refiriéndose desde luego al hecho de que veía a un hermoso bebé rosado, de buen peso y bien dotado, como se espera que sean los marranos ingleses.
Pero esto no ocurría en Londres sino en Caracas, una aldea sepultada bajo el gomecismo en donde los cochinos siempre han arrastrado cargas simbólicas poco envidiables y deseos impuros.
En el mundo entero, salvo en la Inglaterra de la comadrona, los cerdos simbolizan la glotonería, la voracidad insaciable y se les asocia con la ignorancia y la lujuria.
Se asegura que fue san Clemente de Alejandría, un virtuoso profeta, quien afirmó que los cerdos se solazaban en el estiércol y las inmundicias. Pero mucho antes, el Levítico advierte que el puerco es inmundo porque tiene pezuñas hendidas pero no rumia. No otro es el fundamento espiritual que prohíbe al islam y a las comunidades judías comer carne de cerdo, pues hacerlo equivaldría a ingerir inmundicias no rumiadas que solo envilecen el alma.
Desde entonces la comadrona me clavó en una cruz cuyo INRI es un cerdo grotesco y miserable y he pasado gran parte de mi accidentada y deplorable vida buscándome, mirándome, gruñendo y hozando en los chiqueros de la idiosincrasia venezolana.
Conozco la avidez con la que todas y cada una de las recias autonomías ibéricas devoran el mismo pernil y trasiegan el mismo vino mientras exaltan sus cerrados idiomas y sus inocentes tradiciones locales. Muchas veces he escuchado a la agraviada esposa española tratar de ¡cerdo! al marido, trastrocando el gusto del jamón serrano y arrastrando al varón a la lamentable condición del cochino.
Pero lo que terminó crepitando en la cocina de mi casa, como resultado de la búsqueda de mí mismo, fue un lomo de cochino al vino abrumado por cebollas caramelizadas y acompañado de torta de plátanos maduros con capas de queso llanero y papelón. ¡Ha sido la única vez que me deleitó ser puerco! Pero, afanosamente seguí buscándome en bares de mala muerte y me miraba en los espejos; ofrecía entrevistas, me dejaba tutear; daba conferencias y asqueado creía verme en los políticos (particularmente en los bolivarianos), que se suceden sin vergüenza alguna hozando en las asambleas legislativas o haciendo trampas en las elecciones presidenciales.
Una vez escuché a Luis García Morales responder la pregunta sobre cuánto puede costar bajo el régimen chavista un cochino en pie y sin vacilar dijo: ¡Lo que cuesta el dueño del cochino!
Pero un día dejé de buscarme en el INRI y me complació más bien escuchar la música oculta detrás de las palabras porque supe en ese instante que en lugar de cerdo yo era escritor (¡eso creo!) y a partir de ese momento descubrí que era mi propio universo. Expulsé las ideologías que estuvieron hozando dentro de mí; abominé de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Acerté situándome en el centro para moverme hacia uno y otro lado del espacio humano y político; sentí que me rozaba la libertad y comencé a verme con mirada menos deplorable.
La providencia también colocó en mi camino a un grupo de verdaderos amigos y con ellos crucé las aventuras de Sardio y de Tabla Redonda, del Apocalipsis de Maracaibo y me involucré en los desplantes de El Techo de la Ballena; hice mío el cine mundial y me envolví en la música que se desprendía del Festival Atempo y en respuesta a mis anhelos, repito, se levantó de los fogones de mi cocina el lomo de un cochino más perfecto y adobado que aquel cerdo inglés invocado por la comadrona que ayudó al doctor Osío a traerme al mundo.
Hoy leo La odisea de un aventurero, el apasionante libro escrito por Robert Brandt y editado por Sergio Dahbar y me topo con Cyrus Norman Clark alias Camaleón, un ex tramposo millonario cuyo verdadero nombre era Henry Sanger Snow. Había desfalcado la New York and New Jersey Telephone Company y desapareció prófugo de la justicia norteamericana, para aparecer en La Guaira, en 1908, justo el año en el que Juan Vicente Gómez le da el célebre palo cochinero a su compadre Cipriano.
¡Los países políticos han estado siempre pisoteados por cerdos de renombre y en el propio Estados Unidos han merodeado hombres como George C. Parker, de origen irlandés, capaz de vender el Madison Square Garden, la Estatua de la Libertad, el puente de Brooklyn y el Museo Metropolitano de Nueva York.
En complicadas maquinaciones consulares, Camaleón Clark hundió su hocico en el muladar de la satrapía gomecista y terminó casándose con una tía de Manuel Caballero.
Confieso que no he dejado por entero de ser un cerdo, pero al menos ¡soy implacable opositor de los marranos!