para Alejandro Rivas
Mi siempre admirado Flaubert se mostraba obsesivo y pasaba largas horas buscando no solo la palabra exacta (le mot juste) sino que sometía a los textos que escribía a lecturas en alta voz porque debía brotar de ellos la música que necesitaba escuchar. Yo mismo supe que me hacía escritor (¡o creo serlo!) desde el momento en que descubrí que detrás de las palabras, oculta en ellas, había música; posiblemente la más excelsa que hayan escuchado los oídos de mi alma asombrada. Sonoridades que tal vez anuncian esa otra música de inaudible pureza que nos acompañará a lo largo del viaje que algún día haremos hacia la oscuridad.
Hago como Flaubert, leo en voz alta lo que escribo y cuando siento que desfallece la música que se desprende de las palabras me detengo y busco la que sin alterar el sentido de la frase permita restablecer el ritmo alterado. Por eso escribo rodeado de diccionarios de sinónimos.
Hay música no solo en las partituras que trabajan los compositores sino en todas las manifestaciones de nuestras vidas. En nuestra manera de caminar, en los cuadros de Víctor Valera, en la hoja que cae del árbol, en la elegancia del port de bras. El cine, por ejemplo, jamás fue silente y con necia terquedad se instalaron pianos en las salas de proyecciones para ilustrar las imágenes de las películas «mudas» sin tomar en cuenta la potencia verbal de esas imágenes; el choque violento de las olas contra las rocas expresaba pasiones tumultuosas y enardecidas y un mago como Murnau logró mostrar estremecimientos de alma en el suave movimiento del cortinaje en los salones del castillo Vogelod. Mostrar visualmente estados de alma equivale a producir una música desconocida que solo pueden escuchar ojos muy abiertos
Pero puedo imaginar y escuchar la música que solo acepta mi mente y si quiero puedo cerrar los ojos y en lugar de música serena y armoniosa o dislocada y atonal escuchar el estrépito del país que ve derrumbar sus instituciones y doblegar su propia historia para ver surgir de los escombros una nueva y embustera historia inventada y activada por mediocres y oscuros militares usurpadores de mis sagrados espacios civiles. ¡Es la única música que rechazo! He tratado siempre de mantenerme sereno y condescendiente. Jamás he ofendido a nadie verbal o físicamente y no sé cuánto pesa un revólver porque nunca he tenido ocasión de sostener uno en mis manos. Pero me asombra y me asusta que a los noventa años sienta que hay dentro de mí un furor ciego que se rebela contra las torpezas de un régimen militar absurdo, desaforado y cruel que no da muestra de querer ausentarse; más bien continúa impertérrito su camino de equivocaciones que hace posible que el valor de mi jubilación valga menos que un centavo de dólar.
¡Soy mi propia música! Me deleito escuchando la que brota de las palabras que escribo, pero también la que entrelazan los compositores que más admiro. Vi a Carlos Kleiber dirigiendo una orquesta y fue algo milagroso porque él era la música. Su desbordada e iluminada concentración en cada gesto e instante de su energía observaba con meticulosa atención la música que también brotaba de todos y cada uno de los ejecutantes y la Pastoral de Beethoven estremeció a la orquesta estatal de Baviera, electrizó a Munich y precipitó un caudal de emociones que descubrió en mí no solo una sensibilidad que permanecía oculta sino que provocó una exaltación que anegó la única y entristecida sensibilidad que creía tener. No volverá a producirse otro portento de marca Kleiber porque los milagros no suelen reiterarse en el universo de las orquestas sinfónicas. Estoy seguro, sin embargo, de que asistiré a uno cuando me toque ver y escuchar al venezolano Ilyich Rivas, reconocido en Europa. Se le considera tan genial como Gustavo Dudamel, pero superior a este como director de orquesta.
Me envuelve la música que produce el viento cuando estremece la viva naturaleza que me rodea y respira en mí. Es una música que trata de apaciguar al animal de costumbre que mora en mí, pero seguiré rebelándome contra lo que considero crímenes mayores: agredir la democracia, pisotear la justicia y convertir en norma la crueldad mientras el país, que antes del chavismo fue destacada nación petrolera, persigue y lastima la belleza y la sensibilidad.