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Soy como las plantas

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Un día, siendo niño me comparé con un árbol. Sabía que de los reinos animal, mineral y vegetal yo pertenecía al primero porque podía levantarme y caminar con mis propios pies. (¡No he hecho otra cosa en mi desajustada vida que buscarme a mí mismo, infructuosamente, desde que empecé a caminar!). Pero también me percaté de que podía pensar y, sobre todo, podía llorar o reír cuando me tocaba hacerlo. Siempre me he preguntado ¿qué es lo que me hace reír o llorar? Y todavía hoy, a mi avanzada edad, no alcanzo a dilucidarlo. Pero sé que pensar, reír o llorar me hace distinto a todos los animales de la indómita selva o a los de la bella y apacible pradera.

Pero supe, definitivamente, que pertenecía también al reino vegetal porque al estar de pie me sentía árbol. La hierba, los arbustos también se levantan y crecen y adquieren forma erecta como yo. Pero a excepción de las aves todo ser vivo se mueve a ras de tierra. Tarzán, el rey de los monos, dejó de ser simio y se hizo erecto cuando Edgar Rice Burroughs le dijo, le reveló o le confesó que en efecto era hijo adoptivo de monos africanos, pero también hijo legítimo de aristócratas ingleses. ¡Al saberlo, se enderezó!

Adoro a las plantas y me complazco, pero me reprocho a mí mismo porque veo que ellas simbolizan el proceso de vida y muerte pero también de resurrección. Nacen, crecen, obedecen a un riguroso proceso de reproducción; se multiplican, mueren pero renacen. Sé que después de recorrer parte del camino que me llevará al estruendoso silencio de la oscuridad no puedo devolverme para volver a nacer. Es lo que me reprocho porque las plantas son más atrevidas o misteriosas. ¡Manejan más secretos que yo! La mayoría renace.

En más de 2.000 años, solo Cristo y su amigo Lázaro de Betania han logrado resucitar. Nadie más lo ha hecho. Se llegó a decir que Cristo había resucitado a dos personas más. No debe ser cierto porque ya habríamos masticado hasta el último detalle. Por eso, al saber que no vamos a resucitar sin dejar de ser quienes fuimos en vida, somos muchos los que creemos que vamos a seguir vivos pero no físicamente sino retozando en memorias ajenas.

Las plantas conservan la energía solar concentrada y cargan consigo sus propias semillas. Así como el sol, al morir todas las tardes, convierte su luz en colores que anhelarían poner en sus telas los pintores más afamados, también las plantas manifiestan su energía de diferentes formas y asombrosos colores. Pero para Tita Beaufrand cada detalle vegetal es un deleite mayor y ella vive contemplando, observando y reinventando la riqueza y la belleza del mundo natural a través no solo del lente de su cámara fotográfica, sino de su exquisita e inagotable sensibilidad, y ha creado a Flora, un inventario botánico contemporáneo, un bello libro pequeño pero perfectamente diagramado y editado que surge, dice, del asombro y la fascinación personal que le produce la naturaleza que la rodea. Es una reflexión, aclara, sobre el mundo vegetal y la flora tropical. Un homenaje al paisaje del Caribe, a su exuberancia, complejidad y grandeza, desde una perspectiva muy íntima.

¿Qué es lo que hace Tita Beaufrand? Con su cámara fotográfica enfoca muy cerca una hoja, una flor, la parte más íntima y busca allí el alma, la esencia, la energía de esa hoja o de ese pétalo y al hacerlo descubre secretas vibraciones, un reino espiritual hasta entonces oculto y desconocido. ¡La vida y el alma que allí habitan! Lo explica la propia Tita Beaufrand: “Los colores que componen Flora están todos presentes en la naturaleza: son parte de la paleta propia de variadas especies de flores y plantas. Me interesa transmutar ese color para generar relaciones inesperadas, de esta manera se exponen aún más las formas y texturas, y el color explota el potencial visual y transforma la energía presente. El color surge como el aura de la planta”.

El resultado de estas experiencias es indescriptible. No hay manera de expresar en palabras las mágicas asociaciones de colores que surgen de las vegetales profundidades observadas por la cámara fotográfica y la propia mirada de Tita Beaufrand: una mirada capaz de revelar secretos, escuchar las resonancias y sutilezas que recorren y se agitan en las hojas y en las flores.

La autora considera, respeta y se enfrenta a los colores que observa, pero los pulsa, los trabaja y les ofrece nuevas y mayores posibilidades de asombro y penetra también en la textura hasta encontrar la esencia, el misterio, el alma que recorren el reino vegetal; y al hacerlo, al mostrarlo, logra que yo mismo termine adorando a la nueva Divinidad que aparece en las formas y los colores que me permiten, también, devolverme al tiempo de mi niñez cuando la Caracas en la que nací tenía 200.000 almas y no los millones de habitantes que la han perdido.

Y abrazo la intención de Tita Beaufrand al citar a Frank Lloyd Wright en Flora, su bello inventario botánico cuando exclama: “¡Yo creo en Dios, pero lo llamo Naturaleza!”.

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