OPINIÓN

Sordos a cabalidad

por Alfredo Cedeño Alfredo Cedeño

En el año 2005 trabajaba yo con la agencia mexicana de noticias Notimex y una de mis fuentes noticiosas era la Asamblea Nacional, cada martes por la tarde y cada jueves por la mañana acudía a la sede del Parlamento. Muchas de mis asistencias fueron consciente de que encontraría poca noticia y sí mucha diversión, también bastante pena ajena ante las carantoñas mutuas de los Politicus sapiens nacionales. Se podía ver cualquier cosa que se pudiera imaginar, y más. Recuerdo a finales de mayo de ese año la alharaca que con frenesí mantenían los diputados rojitos por un supuesto atentado contra el comandante eterno que se iba a llevar a cabo el sábado 28 de mayo, durante un acto que él protagonizaría –¿quién más?– en la avenida Bolívar.

Según el difunto, que no asistió al evento en cuestión, había recibido un alerta de Inteligencia Militar. “En un apartamento en Parque Central consiguieron evidencias de que un grupo de colombianos, dicen los vecinos, estaban monitoreando y buscando ángulos de tiro sobre la avenida Bolívar. Es una de las tantas evidencias que tenemos”, denunciaba el hijo de Sabaneta con voz  que trataba de transmitir alarma e indignación.

Las evidencias de supuestos magnicidios las comenzó el hijo de doña Elena en octubre del año 2002,  cuando desde la que fue su gran tribuna, Aló, presidente, el domingo 20 de ese mes comenzó una verdadera seguidilla de denuncias de planes para su liquidación física. Durante la transmisión de su maratón televisivo el animador estrella denunció el aborto de un magnicidio contra él a su llegada de una gira por Europa. Relataba en esa oportunidad que el viernes en la noche, en una escala en Canadá para reabastecer combustible, recibió una llamada telefónica de Diosdado Cabello, entonces ministro del Interior y Justicia, alertándolo de no aterrizar en el aeropuerto de Maiquetía porque iban a asesinarlo. Dijo él: “Eran como las 8:00 de la noche del 18 de octubre de 2002. Resulta que a un cuerpo de Inteligencia llegó la información, menos mal que a tiempo, acerca de un presunto movimiento de armas que se llevaba a cabo por parte de sujetos desconocidos en el Paseo La Zorra, en la parroquia Catia La Mar del estado Vargas. Se comisionó un grupo de funcionarios civiles y militares para ir a investigar”. El relato describía un supuesto enfrentamiento armado con el grupo de irregulares que, cual escuadrón de rambos autóctonos, escaparon de los muy capaces organismos de inteligencia criolla.

Los “atentados” contra el señor Chávez se convirtieron en algo cotidiano en el escenario político venezolano. Eran de una regularidad que ni Cabrujas en su apogeo con La dueña, nadie se quería perder un capítulo de los pérfidos complots contra el abnegado hijo de Barinas.

Recuerdo que el martes 14 de junio el señor Chávez anunció al país, en medio de una clase magistral efectuada a cadetes próximos a graduarse en la Academia Militar, que el tradicional desfile militar del Día de Ejército, que se celebraba tradicionalmente cada 24 de junio, había sido suspendido porque un nuevo capítulo magnicida había sido develado. Los medios citaron al caballero en cuestión así: “Yo decidí suspender el desfile del 24 de Junio, y no es la primera vez que lo hacemos (…) La razón fundamental, y el ministro de Defensa la explicó al país, es que se ha detectado un plan de magnicidio en torno al Campo de Carabobo, o en el mismo”.  En esa oportunidad el “magniciado” arremetió, por milésima vez, contra algunos líderes de oposición y medios de comunicación privados, quienes habían pretendido manipular la decisión, diciendo que “el presidente desconfía de los militares”, y remarcó que no tenía desconfianza alguna en los militares activos de la Fuerza Armada venezolana.

Como era de esperarse el jueves 16 la Asamblea Nacional era un hervidero de comentarios de todo tipo, había quienes se burlaban abiertamente y los que casi lloraban de indignación ante el sacrilegio de atentar contra la vida del ilustre barinés. Por lo visto los médicos de La Habana no se compadecieron mucho de tales arrebatos emotivos. Sigamos en lo nuestro, ese día, luego de concluida la sesión parlamentaria, se me acercó uno de tantos asesores que suelen abundar en predios legislativos, que laboraba con un grupo de supuestos diputados opositores de izquierda, y me preguntó:

—Camarada –hermosa palabra pervertida por los progresistas y demás istas de similar catadura–, ¿qué le parece toda esta cosa del magnicidio, serán capaces de tirarse esa parada?

Mi respuesta fue inmediata:

—Hermano, con la viajadera que carga este hombre, que no puede ver un avión porque suspira, ¿usted cree que si los gringos, por ejemplo, quisieran salir de él, no basta con un misil en medio del océano?

Si yo le hubiera mencionado a su madre estoy seguro de que la respuesta hubiera sido menos furiosa:

—¡Un momento camarada! Así no es cómo vamos a resolver las cosas, ¿cómo se te ocurre decir semejante barbaridad? Yo no puedo creer que andes diciendo eso…

Ante lo cual lo interrumpí:

—¡Cuidado con una vaina!  Y te recomiendo que vayas al servicio médico a que te vea un otorrinolaringólogo porque estás oyendo bien mal, y lo peor es que si repites eso por ahí bien sabes la que me vas a echar con esta cuerda de locos empoderados.

—¿Acaso no me dijiste que todo se resuelve con un cohete?

Y en medio de vaporosos aleteos de su virilidad se alejó frenético por entre las curules del Parlamento, dejándome pasmado ante su desenfreno. Por supuesto, más nunca ni los buenos días. Este señor, cuyo nombre no viene al caso, es la representación por excelencia de nuestra horda política, oyen lo que se les antoja y luego endosan sus caprichos a los demás mortales. Es una manada de primates que no oyen la calle, pero que siguen exigiéndole sumisión absoluta. ¿Así vamos para alguna parte?

© Alfredo Cedeño

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