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Sor Pilar Manaure: ¡la desconocida primera monja indígena de América!

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Corrían los años veinte del siglo XVII, cuando los dominicos extremeños llegaron al valle de Baravarida, donde vivían los caquetíos del sur para la formación del pueblo doctrinero de San Juan Bautista de Orachiche, por órdenes del gobernador de la provincia de Venezuela, don Francisco de la Hoz y Berríos. Los curas predicadores venían a los valles aledaños a Nueva Segovia de Barquisimeto acompañados de una india ladina llamada Pilar, de la misma nación de los que se pretendían cristianizar, quien venía con la intención de establecer en la provincia el primer convento de religiosas indianas en el Nuevo Mundo.

Doña Pilar había adoptado al pie de baptisterio el nombre hispánico de la advocación mariana zaragozana, a quien se habían encomendado los frailes para espantar las flechas de los ayamanes, enemigos acérrimos de los aborígenes de la zona. Al ser nieta del gran diao de los caquetíos de Coro, del que tomó el apellido, Pilarica tenía gran influencia entre los súbditos de la Monarquía, cristianos e indios de aquellos campos feraces. Por línea materna, descendía ella de la india Catalina Guaidó y don Felipe de Utre, el último de los Bélzares. Por órdenes del obispo Gonzalo de Angulo, había sido educada en la Fe y había aprendido castellano y latín, por lo que les servía a los frailes de intérprete para esparcir el evangelio entre los suyos.

Aunque María del Pilar Manaure y Guaidó (1600-1632) no llegó a convertirse en la primera madre fundadora de ninguna congregación indígena de la Venezuela Española, sí consiguió que las feligreses de su nación dejaran el uso del tabaco y del chimó con fines idólatras, y que se vistieran decorosamente para ir a misa, sin mostrar las partes pudendas, tal como lo reseñan los primeros en visitar esas tierras ribereñas del Yaracuy. Aún siendo moza, se estableció en una casona –que llamaban el Convento– ubicada a una legua de las montañas de Quibayo. Junto a un par de seguidoras –Rosa Josefa y Servidea–, Pilar se dedicaba a enseñar a leer el catecismo a los niños realengos; era consultada para orientación salvífica, por lo que el vulgo le otorgó el título de «sor» y fue reconocida como «faculta» en plantas medicinales y oraciones milagrosas para la cura de la culebrilla, el tabardillo y la vesania.

En las Crónicas de Indias del siglo XVII, el nombre de sor Pilar Manaure y Guaidó no aparece explícito y su saga quedó oculta y ninguneada, pero quedó viva en la memoria popular. Este silencio se debió, no a causa de ninguna prohibición por parte del Santo Oficio ni de una Corona supeditada a la superchería papista, ni por tirria canónica de las monjas concepciones de la vecina Nueva Valencia, ni por misoginia ni racismo de aquellos frailes que reportaron la vida provincial en sus cartas al Rey, como Pedro de Aguado, Bartolomé Tomás Rico o Toribio de Motolinía, sino –verum dicatur– simplemente porque ella JAMÁS EXISTIÓ… Porque los estoy jo…robando.

Inventamos y erramos

«No hay nada más impredecible que el pasado», dice acertadamente el profesor Carlos Leáñez Aristimuño, en sus conferencias sobre el español, como la que oímos en Caracas el 3 de marzo pasado. La cita viene a colación por la construcción de una historia falsa y mitificada para satisfacer varias necesidades de quienes prestan sus oídos para darles crédito y que la mayoría veces gozan de una visa para el espacio público por su utilidad política, cuando no turística o editorial.

Escribir un relato verosímil como el de sor Pilar es solo cuestión de adoptar cínicamente un tono didáctico, en el que el lector lo imagine a uno con el dedo apuntando al cielo y hablando con el acento caraqueño del conductor de Valores Humanos; asimismo, abundar en detalles mendaces o pseudohistóricos, y mezclar datos reales con otros de naturaleza apócrifa (de ahí eso de ubicar el mito de una monja india al lado de fechas y gobernadores que sí existieron); implica también utilizar un lenguaje adecuado, salpicado de indigenismos como «Orachiche», «diao», «ayamanes», o de antiguallas castizas como «tabardillo», «ladina» y «doctrinero». También  hay que escanear el ambiente cultural y detectar cuáles hilos ideológicos mover: en este caso, una carnada efectiva para los clics y likes del universo wokista venezolano es la revelación de una historia oculta por el machismo, el racismo o el colonialismo; igualmente nunca fallan la obsesión de ser los pioneros o de figurar en algo como nación (¡primera monja indígena americana! ¡Vaya!  De flipar en colores…) ni la exaltación del marginado como un mecanismo de lucha de clases. Al mismo tiempo, añadir picante –retando los escrúpulos de los historiadores románticos– es sumamente atractivo para la creación de un mito, sobre todo en este, pues  habría sido una gran  oportunidad para demostrar cuán serios y científicos son estos profesionales de la charlatanería oficiosa al aceptar contradicciones y paradigmas derruidos con respecto a sus prejuicios anticristianos y antieuropeístas (esos que dicen que la conversión de los indígenas acabó ex profeso, como parte de una política malvada aniquiladora de civilizaciones y lenguas para la imposición de una cultura ajena), conceptos deconstruidos duros de tragar, cierto; pero, una vez superados, les daría a ellos la oportunidad de demostrar que son capaces de aceptar «la verdad verdadera» a la luz del rigor académico.

Por otro lado, habría dado cualquier cosa para verles las caras a esos ávidos de historia alineados al oficialismo cuando leyeron el apellido indígena Guaidó en la fábula de sor Pilar, sobre todo después de que, en el fragor de una campaña electoral adelantada, Maduro lo alistara entre los linajes del mantuanaje de Venezuela y no entre las genealogías aborígenes del norte de Lara y sur de Falcón, al que pertenece junto a otros como Yajure, Toyo, Túa, Guariato, Tona, Timaure, Guasamucare, Guarecuco y Cahuao, por recordar solo algunos.

El ejercicio fabulador que hicimos de sor Pilar nace como réplica de otros falsos relatos que pululan en la Venezuela de hoy con respecto a personajes literarios convertidos en «héroes verdaderos», que vendrían a construir una narrativa feminista, afrodescendiente, indigenista o nostramericanista alineada con la «descolonización de la historia», contemplada en el Plan de la Patria 2019-2025. Juana la Avanzadora o Apacuana –surgidas más de la pereza que de la fantasía de historiadores ávidos de protagonismo– o la tergiversación que sufrieron personajes como Josefa Camejo, Ana Soto (rebautizada como Anasoli, para hacerla más gayona), Ana María Campos, Miguel Gerónimo Guacamaya o Andresote dan cuenta de ello.

La frase del maestro de Bolívar, Simón Carreño Rodríguez, «o inventamos o erramos» fue tomada casi dogmáticamente por la revolución chavista. El líder fundante de esta última señaló en la XI Cumbre Presidencial Andina, en 1999: «… Si no inventamos, estamos errando. Estamos obligados a inventar, a reinventarnos nosotros mismos, a revisar las tragedias, los caminos y las glorias, porque también tenemos glorias por donde hemos pasado». Aunque estuviese hablando de economía, algunos historiadores-fabuladores-literatos se tomaron la frase de Rodríguez –cuyo alias, Róbinson, sirvió epónimo de una de las primeras misiones educativas del gobierno de Chávez– para recrear un pasado amañado, una épica para los memes de Instagram, una epopeya basada en textos escritos con señales de humo, una patraña ideológicamente acomodada a los lineamientos de la izquierda del Foro de São Paulo.

Aplicado a la enseñanza de la historia, la premisa de «inventar o errar» es una falacia, porque aquí imaginar no es descubrir, sino engañar, y porque la mentira nunca puede ser acertar, sino confundir para dominar.

La historia fabulada

Uno de los novelistas más interesantes de la Venezuela de los años 70 y 80 es sin duda el doctor Francisco Herrera Luque, un psiquiatra que hizo un recorrido por la historia de Venezuela mediante personajes y situaciones imaginadas. Partiendo de la leyenda negra en su ensayo psiquiátrico Viajeros de Indias, en la que el «octavo pasajero» en las naos colombinas no era un alien, sino el gen de la locura, Herrera Luque llega al puerto de epifanías hispanistas con La luna de Fausto, donde compara las visiones de imperio depredador de los banqueros alemanes, a los que Carlos I de entregó la «isla de Venezuela», con la de los conquistadores castellanos, como Juan de Villegas, que no creían en la existencia de El Dorado, sino que querían replicar la patria europea en las nuevas tierras descubiertas.

Por muy románticas que nos suenen la historia de doña Soledad Guerrero, hija de El Renegado, protagonistas de la primera parte de Los amos del valle, o la recreación literaria del «urogallo» Boves en su obra, Herrera Luque nunca intentó escribir historia y deja claro que lo suyo es otra cosa: literatura. El adjetivo de «fabulada» era como esas etiquetas de advertencia que están en los paquetes de cigarrillos, porque estaba consciente del cáncer ideológico que pudo haber causado en aquellos que ingenuamente aceptaran sus crónicas como ciento por ciento verdaderas. Sin embargo, en tanto obra de ficción (así como otras, como Las lanzas coloradas, de Úslar Pietri) ayudan a comprender no los hechos, pero sí el paisaje humano y cierta idiosincrasia que no aparecen explícitos ni digeribles en los textos académicos.

El programa de Periodismo que impartíamos en la UCAB hace más de un lustro solía hacer la distinción entre reseña y crónica, y entre reporterismo y literatura: tal como los concebimos en Venezuela, los dos primeros son géneros periodísticos, que narran lo mismo, pero con dos puntos de vista distintos: la reseña responde a la pregunta de cómo pasó y debía redactarse con estilo informativo, mientras la crónica es un relato más personalizado, basado en cómo se vio y sintió lo que sucedió, o sea, más metidos en el campo de la interpretación, con una objetividad expresamente subjetivizada en la que incluso se permiten recursos literarios y narrativos ajenos a la redacción de noticias. Cuando un alumno salpimentaba cualquiera de estos relatos con su imaginación, por la flojera de investigar datos reales, sonaba una alarma y el ejercicio quedaba anulado: se había traicionado la verdad preconizada por el periodismo al pasarse al campo de la literatura, de la ficción, que suele ser entretenida y hasta sabrosa, pero que no es válida para llevar restos mortales simbólicos –¿cuatro piedras o quién sabe qué?– de héroes, heroínas y heroínes (para saludar el lenguaje inclusivo) al Panteón Nacional ni cambiarles nombres a plazas, autopistas ni municipios en el mapa.

La impredecibilidad del pasado de la que hablaba Leáñez es una advertencia para la sociedad, pues detrás de la ignorancia de sucesos remotos en el tiempo –oscurecidos en la conciencia colectiva por un currículo escolar acrítico y pánfilo, la falta de lectura, las maniobras distractoras de TikTok o las telenovelas y series pseudohistóricas transmitidas por Netflix– vienen la manipulación y el sometimiento. Ante esta realidad siniestra, nunca más adecuado que recordar lo dicho, no por nuestra heroína, sor Pilar Manaure, próxima candidata a los altares de la Patria si la manipulación o la conveniencia política así lo permite, sino aparentemente por cierto rabino con reputación de mesías, Yeshu ben Yosef, hace dos milenios: «La verdad os hará libre».

La inteligencia artificial creó esta imagen de sor Pilar Manaure y Guaidó en su convento en la montaña de Quibayo (Bing)

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