A principios de este año aparece la edición española de la obra del reputado arquitecto y urbanista Carlos Moreno. Experto y principal asesor urbanístico de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, Moreno expone toda su experticia en las fórmulas de renovación urbana que rejuvenecieron en su totalidad a la capital francesa durante los dos últimos lustros. Su libro La revolución de la proximidad. De la ciudad global a la ciudad de los quince minutos (Madrid, Alianza) ha significado un desafío para las técnicas urbanísticas y tendencias tradicionales, que, desde finales de los años noventa del siglo XX, han marcado el compás del desarrollo urbano hacia un abrazo innegable con la globalización. La obra, en un principio, nada tiene que ver con el alelado relato creado desde teorías conspiranoicas, en el cual sugieren que Moreno busca justificar teórica y arquitectónicamente una urbe para encerrar al ciudadano en apenas 5 cuadras y domesticarlo en propósitos y fines que solo mentes ociosas pueden crear. En fin, un disparate desde todo punto de vista, pues, una ciudad compacta con el acceso inmediato a todos sus servicios, como apunta tanto Hábitat III (Quito 2016) como la Carta-Agenda Mundial de los Derechos Humanos en la Ciudad (Venecia, 2011), es la garantía para mejorar nuestra calidad de vida.
Las ciudades, tras la árida prueba del covid-19, han debido replantearse. Lo que en su momento significó una tendencia progresiva y frenética para el consumo de suelo urbano, desde la expansión como forma de modernidad, se aparcó tras los obligatorios confinamientos. A ello se le sumó la capacidad tecnológica para afrontar las responsabilidades laborales y económicas desde una óptica no presencial, debiendo hacerse una modificación radical de las interacciones del ciudadano en todos sus ámbitos vitales, desde la educación, el trabajo y las actividades lúdicas. De forma insólita, en apenas 18 meses, la humanidad urbana modificó drásticamente su presencia en la ciudad, lanzando al traste grandes metros cuadrados de oficinas, en cementerios de infraestructura donde alguna vez se trabajó con intensidad. Lo que en su momento fueron pujantes y envidiadas áreas, hoy son no-lugares donde no se sabe si alguna vez volverá a florecer la laboriosidad.
Retomando la obra de Moreno, este comienza haciendo una revista sobre los datos urbanos de nuestra sociedad del riesgo urbano global. 2% de la superficie del planeta es ocupado por las ciudades. Sobre esta porción territorial se concentra 50% de la población global (aproximadamente 4.900 millones de ciudadanos). Sin embargo, esa pequeña franja de espacio consume 78% de la energía producida y crea 80% del PIB mundial. Estas cifras nos develan que la economía hoy es esencialmente urbana, que a pesar de los problemas que conlleva la emisión de 60% del Co2; es innegable que nuestra historia será en la ciudad. Quien se aparte de ella, quedará marginado de la propia historia. La concentración poblacional y de riqueza trae dos consecuencias paradójicas: primero, que facilita la optimización y tecnificación de los procesos económicos, reduciendo el consumo tanto de energía como de materias primas, además de gestionar mejores servicios públicos. Segundo, que esa congregación, sin una política urbanística bien definida, podría ser la fuente de problemas insospechados de interrelaciones urbanas. El covid-19 fue una de las pruebas donde, si no hubiese sido por las políticas globales de contención, la propagación del virus habría sido quizá más peligrosa que otras pandemias históricas, como la gripe española o la peste negra medieval.
Tras explicar otras experiencias, Moreno acuña el término revolución de la proximidad, en la cual la ciudad es abordada como espacio vivo, adaptable a las mutaciones territoriales, sociales, de interacción y de reacción. De contratiempos y consecuencias imprevisibles en la nueva era del Antropoceno, aunque muchos no quieran aceptar que ya ingresamos en esta etapa de la historia humana. Prosigue Moreno en explicar que la adopción urbana de la tecnología amplificó las capacidades naturales del hombre para aplicar lo que era una característica exclusiva de la divinidad: la ubicuidad humana. Como nunca, este tiempo potencia la acción humana hasta llegar más allá de lo insospechado. La ciudad, más allá de los calificativos como ciudad-inteligente u otro mote muy en boga, se achica y retorna a su esencia histórica, como es la concentración en poca superficie de todo lo humano y su evolución. Por otra parte, este tránsito de la ciudad-global hacia el paradigma de la proximidad conlleva la aplicación de tres conceptos indispensables para resolver los problemas urbanos en lo que resta del siglo XXI: antifragilidad, cronotopía y topofilia. Veamos en qué consiste.
Sobre la antifragilidad, esta se define como la capacidad para anticipar los riesgos que sufrirá cada espacio geográfico como consecuencia del cambio climático. El territorio, tal como lo hemos conocido, poco a poco modifica su rostro en la medida que las metamorfosis climáticas, producto de la acción humana, llevan a reclasificar esos espacios entre aquellos más frágiles de los más resistentes a los embates desconocidos de estos cambios. Por ejemplo, ya las Naciones Unidas han manifestado su preocupación por la creciente ola de calor que ha arrasado todos los anteriores récords de mediciones climáticas efectuados desde la segunda mitad del siglo XIX.
La cronotopía es una técnica donde converge el espacio y tiempo vital, en encadenamientos “rítmicos de una zona para descubrir posibles usos alternativos”. Es decir, que, ante la tradicional y rígida zonificación, se propone que los inmuebles disfruten no sólo de los usos compartidos como si fueran mixtos, sino que esos usos estarán alternados en tiempo y momento. Esta propuesta de Moreno se ha aplicado en París, en la cual, en determinadas épocas del año, un inmueble o zona funciona con ciertos usos; y en otras, se potencia usos diferentes. De esta manera, armónicamente, la ciudad se adapta a las exigencias de la dinámica humana-urbana y no desde la tiranía estructural de una zonificación asfixiante que abriría las puertas en la experiencia urbana venezolana de esas expansiones de las ciudades que terminan por ser ingobernables.
En cuanto a la topofilia, es una forma técnica para introducir un genuino “amor hacia nuestros lugares, buceando en la memoria para hacerlos vivir en el presente e iluminar el futuro”. El compromiso ciudadano con la ciudad no puede basarse en relatos épicos, sino en la autopreservación de los espacios donde el ciudadano hace vida. Sin una vinculación sólida, humana y humanística, cualquier técnica anterior (antifragilidad y cronotopía) sería inerte y más allá de facilitar una ciudad vivible, terminaría por convertir las urbes en nuevos campos de concentración sin dolor ni sollozos.
Como podrá apreciar el lector, Venezuela necesita nuevamente de elementos que la inspiren urbanísticamente hablando. En nuestro siglo XX podíamos exhibir cómo la ciudad venezolana abrazó lo más avanzado de las ciencias urbanísticas, tal como lo expresamos en la columna de la semana pasada. El futuro está en abrirnos nuevamente. En superar nuestros propios hitos urbanos y reconocer un nuevo horizonte conceptual. De lo contrario, quedaríamos como un vestigio de lo que alguna vez fue una pujante promesa de la utopía urbana de América Latina.
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