Adriano González León legó una novela clave para entender a Venezuela, País portátil. Allí muestra que nunca logramos sembrar instituciones garantes de derechos humanos, y menos el vislumbre de una esperanza en la construcción del futuro. En País portátil, las verdades amargas no deben ser desechadas, la primera refiere a las grandes decisiones políticas, la reflexión sobre el reparto de poder en los inicios de la democracia. La decisión primera de nuestro naciente liderazgo civil giraba en torno a quién era el sujeto del poder después de la derrota del caudillismo en el siglo XIX y de la “aparente” desaparición del militarismo en el siglo XX. Lejos aún de los descubrimientos de Tocqueville en la democracia americana cuando afirmaba que en ese territorio “donde priva el dogma de la soberanía del pueblo, cada individuo constituye una parte igual de esa soberanía y participa igualmente en el gobierno del Estado”.
La decisión antes de 1958 era contundente, o nos inclinábamos por una sociedad que fortaleciera las personas, la responsabilidad individual, el Estado de Derecho y la libertad, o decidíamos armar un poderoso guardián que presuntamente podría garantizar que los derechos pautados en la Constitución fuesen respetados. Aquí ocurre el momento de quiebre, la gran decisión, optamos por ceder a una institución “Estado” el poder de cancerbero y propietario, basado en las amargas experiencias posindependentistas, la guerra incesante de caudillos (más de 93 asonadas en una solo año), la falsa creencia de que este era el mejor camino para erradicar las atrocidades de las dictaduras militares o las ambiciones oligárquica de ciertos grupos inescrupulosos. Como el ánimo de estos primeros líderes de la democracia era alcanzar el bienestar del pueblo, imponer la justicia para todos y evitar el renacimiento de pretensiones dictatoriales, se depositaron todas las esperanzas en ese Estado, institución que paralelamente a la modernización y urbanización del país encarnaría un camino incesante de concentración de poder político, hijo legítimo del gran propietario de la riqueza nacional.
La concentración de poder en el Estado y más propiamente en el Poder Ejecutivo fue el principio de diseño de la nación Venezuela, totalmente respaldado por las disposiciones jurídicas contenidas en las constituciones vigentes.
Si el poder del Estado crecía, el poder del ciudadano decrecía. La responsabilidad ciudadana era un reclamo sin fuerzas, no el motor que movía la gestión, la administración y el orden del país. El resto de instituciones, legislativas y judiciales simplemente se subordinaron a la existencia de un poder central cada vez más fuerte. Allí está la clave del país portátil, ser solo aquello que el poder central decide, no hay otra esperanza que acercarse a la centrifuga de esa enorme maquinaria de poder. Las posiciones divergentes se anclaron en utopías, como vivió el personaje Andrés Barazarte, promotor de la lucha de clases, motor de la historia, de la dictadura de un proletariado inexistente porque la economía dependía de los ingresos del petróleo y no de la explotación de la fuerza de trabajo. Crecer, inventar, educarse, emprender no fueron nunca los grandes desafíos. El tema era poder entrar en la vorágine del reparto nacida desde el corazón de la bestia, el Estado central. Por supuesto en esta secuencia no es descabellado pensar que alguna vez ese Estado podría ser tomado por aquellos que escondían sus ambiciones tras la consigna de lograr una mayor suma de felicidad para todos. Si todo el poder lo tenía el Estado que impedía saltar hacia el socialismo, la vieja utopía. Y el país portátil así lo hizo, su carga institucional era muy débil en favor de la libertad, el mercado y la responsabilidad individual.
Hoy, 20 años después, entre ruinas, con gente emigrando despavorida, el mayor éxodo del mundo. 4 veces superior a los que huyeron de Cuba aterrorizados por Fidel Castro y el Che quienes fusilaron directamente a más de 1.000 personas. Hasta el país portátil se volvió escombros.
Dios aprieta pero no ahoga y renace la oportunidad. El país portátil no construyó las instituciones que garantizan la libertad, pero enseñó que la utopía socialista es un camino a la servidumbre apoyado en las armas, antípodas de la libertad humana. Hoy es posible fortalecer el espíritu del ciudadano que decide, ejerce poder y lo vigila, crear instituciones al servicio de sus aspiraciones de un desarrollo humano anhelante de libertad. La gran tarea es desarmar ese Estado –aún vivo– y esas reglas de juego que nos han sometido durante las últimas décadas. Que decida el espíritu y la razón y no el poder aniquilador de las armas. Si estamos de acuerdo, votemos por ello.
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