Hablamos de la Venezuela de los noventa como de un período muy marcado por la “antipolítica”. Fue un tiempo de insurrecciones militares, de fragmentación de los partidos tradicionales y de criticismo frente al quehacer del liderazgo gubernamental y político partidista. Y como los vacíos los llena siempre alguien, emergieron medios comunicacionales, reuniones de notables, caudillos populistas, entre otros, como alternativas de poder.
Un sólido punto de partida en reflexiones sobre temas como éste es la necesidad e inevitabilidad de ciertas realidades y, en el presente caso, de la política. Así, a quien muy seguro afirme “yo no me meto en política” podría argüírsele: usted no tiene necesidad de meterse, porque ya está metido ¿La razón? Quiérase o no, el ser humano es esencial y estructuralmente un ser político. Afirmación esta que es bastante antigua, como lo destacan las primeras líneas de la Política de Aristóteles.
Dios creó a los humanos (racionales y libres) como seres-para-los-demás, relacionales, sociales. En realidad, antes que a individuos, creó a la humanidad, como conjunto para el compartir. Lo cual tiene su explicación teológica en cuanto Dios no es una persona solitaria, sino comunión, divinidad una y única (monoteísmo) en trinidad de personas. Esta afirmación es la central e identificante del cristianismo, que define a Dios como compartir, amor (ver 1 Jn 4,8). Esto permite entender cuál es el mandamiento máximo, que declaró Jesús y por dónde va en definitiva la moral y la espiritualidad evangélicas. Muy ilustrativo e interpelante al respecto es la narración del Juicio Final, que el mismo Señor hace, y que tendrá como criterio el afecto y solidaridad con el prójimo, especialmente el más necesitado. Dicho Juicio será, pudiéramos decir, substancialmente “político”.
El relacionamiento humano se comienza a tejer desde la sociedad más original e inmediata, la familia, que es y ha de ser la primera escuela de comunión. Desde allí se van organizando conjuntos y comunidades más amplios y variados, hacia la constitución de una sociedad política (polis) más vasta y estructurada, que constituye el Estado. Este, por consiguiente, no emerge artificiosamente, ni debe configurar una unidad monopólica, absorbente. Es y ha de ser encuentro y articulación de convivencias con sus particulares acentos culturales.
Somos entonces sociales, políticos, miembros de la polis, por nuestra condición humana misma y, por tanto, necesaria e ineludiblemente. Robinson Crusoe aparece entonces como una fantasía deshumanizada. El quid del asunto es asumir nuestra vocación y condición política de modo responsable, proactivo, solidario, con la mirada puesta en el bien común. En este sentido se puede decir que uno no es o se vuelve apolítico, sino que es o se vuelve político malo, miope, irresponsable, inconsciente ¿Resultado? Otros harán el trabajo por mí y necesariamente aprovecharé o sufriré las consecuencias. Aquí se puede aplicar también aquella sentencia tradicional de que negar la filosofía es hacer ya filosofía. Negar la politicidad es afirmarla.
Aquí en Venezuela hace años se expulsó de la escuela la educación moral y cívica. Y ya en los comienzos mismos de este régimen, se eliminó el Programa Educación Religiosa Escolar (ERE), que proveía también de elementos básicos de formación ciudadana. No es difícil adivinar las consecuencias.
¿Por qué hemos llegado a la presente tragedia nacional? Parte importante de la respuesta es: no se formó a los venezolanos para la política. Para ser buenos políticos, protagonistas cívicos y no simple masa de mítines, portadores de carnet o criticones del gobierno y de los líderes partidistas. Debo confesar que la Iglesia no puede lavarse las manos en este asunto, porque no supo aprovechar la riqueza de la Doctrina Social de la Iglesia para la formación de las nuevas generaciones, ya desde la más tierna infancia. Y para proporcionar al país líderes políticos católicos integrales.
Pero la hora no es para lamentaciones, sino para conversiones y compromisos. Hemos de tomar en serio la política, la inevitabilidad de nuestro ser político, para formarnos y formar en el servicio de la polis, ya en el campo de la sociedad civil, ya también en el ámbito de lo político-partidista.