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Solos de Pavlova

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Las sílfides. Bailarina: Diana Mucci. Foto. César Martínez

Las presentaciones de Anna Pavlova y su Compañía de Bailes Rusos en Venezuela ocurridas hace 105 años constituyen un determinante antecedente en el largo y complejo proceso de iniciación y desarrollo profesional de la danza académica en el país. Las actuaciones de la mundialmente célebre primera bailarina rusa en Caracas y Puerto Cabello en noviembre y diciembre de 1917, se registran como un momento histórico que reveló un universo creativo desconocido pero posible dentro del contexto nacional de la época.

Resultó un evento destacable, tanto en lo artístico, ya que ofreció un repertorio coreográfico inédito para la época en nuestro medio, como por la cantidad de anécdotas de produjo: movilizaciones presidenciales, regalos suntuosos, agasajos citadinos y provincianos y hasta la exhibición para la población general de una película sobre la famosa intérprete en el Gran Circo Metropolitano.

La bayadera. Bailarina: María Cristina Rossell. Foto. César Martínez

Esta significativa efeméride fue recordada recientemente por la Embajada de Rusia y el Teatro Teresa Carreño, a través de un proyecto expositivo y una muestra escénica que evocaron en la Sala José Félix Ribas el notable acontecimiento. El recital de danza en cuestión contó con la participación de diez bailarinas del Ballet Teresa Carreño, quienes ejecutaron igual número de variaciones pertenecientes a célebres ballets románticos, académicos y de inicios de la modernidad, interpretados en su momento por Pavlova.

Inició el programa con Las sílfides, originariamente llamada Chopiniana, obra fundamental de Mikhail Fokine, sobre música de Frederick Chopin, que anunció el advenimiento de un nuevo ballet, que en Anna Pavlova tuvo una intérprete histórica. La joven bailarina Diana Mucci recreó, con especial sutileza, las singularidades de la estética y los códigos corporales de este título reminiscencia del Romanticismo.

Dio continuidad la variación de Swanilda del primer acto de Coppélia, de Arthur Saint-León, con música de Léo Delibes, que refiere a un periodo intermedio entre el romanticismo tardío y los orígenes de la doctrina académica. Oriana Zerpa, quien viene de un reciente desempeño en la puesta en escena integral de esta obra, logra una personal caracterización del personaje que ubica entre la ingenuidad y la malicia.

La muñeca encantada, de Sergei y Nikolai Legat, música de Josef Bayer, es representante de la incursión del teatro de fantoches dentro del ballet, teniendo dentro de él un lugar referencial. En Emiliana Fernández encontró una intérprete sorprendentemente consustanciada conceptual y formalmente con el característico rol.

La muerte del cisne. Bailarina: Anais Di Filippo. Foto: César Martínez

En la variación del primer acto de Giselle, elevado estadio creativo debido a Jean Coralli y Jules Perrot, música de Adolph Adam, Samara Moratinos como la frágil aldeana, heroína romántica por excelencia, demostró sus amplias potencialidades para asumir tan demandante ícono escénico.

Igual reto supone la variación de Odette, perteneciente al segundo acto de El lago de los cisnes, de Marius Petipa y Lev Ivanov, música de P.I. Tchaikovski, el universalizado símbolo femenino de la danza académica, asumido por Zoila Peña con pleno y consciente sentido expresivo.

La experimentada bailarina María Cristina Rossell representó con intensidad dramática la variación del primer acto de Nikiya, la emocional bailarina del templo, personaje central de La bayadera, de Marius Petipa, música de Ludwid Minkus. Fue un instante de impacto por su brillantez y exotismo.

La variación femenina de El pabellón de Armida, creada por Fokine sobre la composición musical de Nikolai Cherepnin e inicialmente interpretada por Pavlova a comienzos del siglo XX, tiempo de profundas transformaciones en las artes, fue ejecutado por la joven bailarina Gabriela Izaguirre con precisión técnica y apreciable refinamiento interpretativo.

Recital homenaje a Anna Pavlova. Foto: César Martínez

La libélula, música de Fritz Kreisler y La nuit, composición de Anton Rubinstein, ambas obras creadas por Pavlova para sí misma, ejemplifican cierta necesidad de experimentación dentro de ella en tiempos de auge de libertad en la danza. Primeramente, Nicole Nuzzo, rápida y vivaz, y luego María Laura Moreno, profunda y angustiosa, lograron personales proximidades a los originales puntos de partida.

Finalmente, La muerte del cisne, paradigmático unipersonal de Mikhail Fokine, música de Camille Saint-Saëns, que inmortalizó definitivamente a Pavlova, volvió una vez más a la escena en la ejecución emotiva y sensible de Anais Di Filippo, poseedora de largos y elocuentes portes de brazos.

La dirección del recital, caracterizado por su sobriedad y pulcritud escénica, estuvo a cargo de las veteranas maestras Inés Rojas y Stella Quintana, acompañadas por los creadores Rafael González en el diseño de iluminación y Eduardo Arias en la realización audiovisual que permitió una panorámica del sorprendentemente amplio registro fotográfico de Pavlova.

Las diez bailarinas del Teatro Teresa Carreño mencionadas no buscaron ser Anna Pavlova. Quisieron ser ellas mismas a partir de su inconmensurable legado.

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