OPINIÓN

Solo seis palabras: Shakespeare, Davidoff, Hogarth Press, Gaggia, Reuter

por Ibsen Martínez Ibsen Martínez

Achille Gaggia

El economista estadounidense Stephen Landsburg sumarizó en 1993 y en una frase hoy  famosa lo que decenas de grandes autores, desde los albores de la ciencia económica moderna,con Adam Smith y la llamada escuela escocesa, en las postrimerías del siglo XVIII, hasta los premios Nobel que actualmente estudian los intrincados mecanismos  sicológicos que rigen el juicio y la toma de decisiones bajo condiciones de incertidumbre, no habían nunca podido encerrar en un fórmula breve, concisa, siempre recordable y orientadora.

“La economía puede sumarizarse en cinco palabras: la gente responde a incentivos (people responds  to incentives, en el original inglés son solo cuatro); todo lo demás es comentario”. 

A partir de esa observación aparentemente inocua, que suena a ocurrencia de sobremesa, Landsburg examina el rol de la economía en nuestras vidas cotidianas y logra  acercarnos a las categorías ordinariamente más inaccesibles de la llamada “ciencia lúgubre”.

Su idea de los incentivos no se reduce a subrayar la perspectiva de recompensa o castigo (los proverbiales “garrote y/o zanahoria”) y recurre a distinciones más sutiles. Un incentivo sumamente poderoso, por ejemplo, es el de trabajar menos.

Landsburg reelabora, con lenguaje accesible y en ocasiones muy divertido, arduos conceptos que debemos a los clásicos modernos, como el de “destrucción creadora”, del austriaco-estadounidense Josep Schumpeter, o el papel de oportunidad y la innovación en la creación de esa partícula fundacional de la vida económica que es la empresa.

El examen del origen de las empresas, grandes o pequeñas, desde la perspectiva de la microhistoria revela la importancia de esos dos factores: oportunidad e innovación.

Y da cuenta de cómo ellas pueden brindarnos nuevas del mundo que nos rodea si procuramos ver en lo cotidiano de nuestra cultura material, el rastro ingenioso del emprendimiento humano.

Una revista colombiana publicó hace algún tiempo mi comentario de algunas pequeñas historias empresariales que ilustran el proverbio de Landsburg. Helos aquí.

#1 Los guantes del papá de William Shakespeare

Es tópico señalar cuánto ignoramos de la biografía del Cisne de Avon, en realidad, solo  conocemos algunas –muy pocas– circunstancias. Jorge Luis Borges se sirve magistralmente de ellas en su poema Everything and nothing: “A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro”.

La niebla que fue su vida ha alentado elucubraciones no del todo fantasiosas. Una de ellas quiere que el joven Shakespeare haga de viajante de comercio de la fábrica de guantes de su padre. El Londres al que llegó, a fines del siglo XVI, no vio nada en el muestrario que Shakespeare llevaba consigo.

En cambio, al ofrecer, ya casi por completo desalentado, sus guantes a unos alegres caballeros que conoció en una feria donde la atracción era la pelea entre osos –espectáculo favorito de los londinenses de aquel tiempo: era casi el único—, Will Shakespeare conoció a los actores integrantes de la compañía patrocinada por el Lord Chambelán del reino. Supo así de la avidez por los espectáculos teatrales y de la alarmante escasez de escribidores con talento. Por algo el público, incluyendo a los nobles, prefería ir a ver las peleas de osos.

Los actores del Lord Chambelán simpatizaron con el joven vendedor y no solo adquirieron el muestrario de guantes traído de Strattford, sino que encargaron aún más prendas para sus montajes y con ello acercaron a Shakespeare a lo que muy pronto sería su actividad primordial y en la que superaría a todos los de su tiempo: empresario y productor teatral.

En la ribera sur del Támesis, en terrenos aledaños a un mercado comunal, con maderamen de desecho sacado de un astillero, Will y sus socios harían construir el teatro El Globo.

La marca que le permitiría retirarse con holgura menos de veinte años después.

#2 La caminata de Davidoff, zar de los cigarros habanos

El  gran dramaturgo y novelista inglés que fue  W. Somerset Maugham situó en Londres de los años veinte del siglo pasado la acción de uno de sus mejores relatos: El Diácono. Sin embargo, los hechos reales que lo inspiraron ocurrieron en Kiev, a fines del siglo XIX. Un diácono de la iglesia ortodoxa espera ardientemente ser elevado a párroco de su congregación tras la muerte del titular. Ello no ocurre y el diácono se ve ante inciertas perspectivas, pues sabe de la ojeriza que le tiene el nuevo titular.

Consternado, emprende el camino a casa y sus cavilaciones demoran su caminata porque ha optado por la ruta más larga y así dar tiempo  a serenarse. En el trayecto descubre que no lleva tabaco encima para su pipa. Recorre manzanas y manzanas del distrito sin ver un solo estanco de tabaco. Al llegar a casa, cuenta a su esposa las nuevas: dejará el diaconato y con ahorros comprará un kiosco de tabaco.

Andando el tiempo, familiarizado con el mercado, comenzará a fabricar cigarrillos y puros habanos con una ingeniosa maquinaria de su invención. Importará hoja de tabaco de Turquía y Egipto, viajará por Estados Unidos, Suramérica y el Caribe y entablará contratos de suministros en La Habana, Virginia y Buenos Aires. Prosperará y mudará su actividad a Suiza.

Las cortes de Europa y los círculos adinerados de Inglaterra y Estados Unidos buscarán ávidamente la exclusividad que el audaz mercado que el fundador supo conferir a su firma.

Así comenzó el emporio Davidoff que llegaría a dominar el mercado de habanos hasta nuestros días. Así lo contó a Maugham el heredero de la marca, Zino Davidoff. “Jamás una caminata había sido tan productiva”, observa Maugham con un guiño.

#3 Hogarth Press, la editorial de Virginia Woolf

En realidad, la editorial de Virginia y su amantísimo esposo, Leonard Woolf.

Ambos eran el corazón del más destacado y exclusivo grupo intelectual londinense de hace cien años, durante las primeras  décadas del siglo pasado: el célebre Círculo de Bloomsbury. Eran el Arte, la Filosofía y las Bellas Letras quienes lo integraban. Nombres como Bertrand Russell, Lytton Strachey, E.M. Forster, la propia pareja Woolf y el gran economista John Maynard Keynes lo integraban.

Virginia y Leonard coleccionaban arte y ella, en especial, era bibliómana. Su inclinación por los grabados antiguos y las primeras ediciones raras eran conocidas. “Cuando quiero tener un bello libro -escribió a un amigo hablando del libro como objeto- ¡desearía poder imprimir uno yo misma!”. Hablaba en serio.

Las  estrecheces que la Primera Guerra Mundial impuso a Inglaterra hicieron que los Woolf se desprendieran de algunas joyas bibliográficas para adquirir una vetusta imprenta de tipos movibles de madera, operada a mano.

La querían, justamente, por antigua y por el deseo de vivir lo que Leonard llamaba «la experiencia Gutenberg”: imprimir rudimentariamente. Para ello vendieron nada menos que un manuscrito del gran Thackeray, el autor de La hoguera de las vanidades. La impresión en pliegos sueltos de los grabados de la posimpresionista Vanessa Bell, otra distinguida integrante de Círculo, fue el comienzo de todo. Corría el año 1917.

Luego vinieron relatos de Virginia y  ensayos de Leonard en ediciones limitadas de 100 o 150 ejemplares. Llamaron “Hogarth Press” a su diversión, por la calle donde vivían en un suburbio londinense. Pronto advirtieron que la calidad de sus libros y plaquettes, al circular en el ámbito literario, atraía lectores que rogaban reimpresiones.

Fue Leonard quien vio las posibilidades de una editorial de catálogo exquisito que Virginia alimentaba con los hallazgos de su agudo juicio literario. Compraron otra imprenta, de segunda mano. Más tarde  comenzaron a encargar impresiones más abundantes a imprentas comerciales. Así comenzó la editorial más exitosa del período de entreguerras.  En 1922 publicaron nada menos que la primera edición de La tierra baldía, de T. S. Eliot.

Pero la mina de oro fueron las obras completas de Sigmund Freud publicadas en exclusiva para el mundo de habla inglesa. A ellas se añadieron traducciones de los grandes autores rusos y, luego de la Segunda Guerra  Mundial, una afamada colección de novelas detectivescas.

Para 1938 Hogarth Press era ya codiciada por la gran industria editorial inglesa y americana. Actualmente forma parte del grupo editorial Penguin-Random House.

#4 Achille Gaggia, padre del café espresso

Achille Gaggia fue un barista socio del café que su familia fundó en Milán en los años treinta: el “Caffé Achille” de la Viale Premuda. El negocio era elegante pero modesto.  Achille resentía el aparatoso procedimiento basado en el vapor para obtener café. Junto con un amigo ingeniero comenzó a experimentar por las noches en el almacén de la cafetería.

Idearon un proceso que permitía a los baristas obtener un café cremoso al hacer pasar agua caliente —y no vapor—, a presión por entre una capa de café de calidad. Lo llamaron torchio y con ese nombre lo patentaron.

Fue este método lo que permitió sofisticar el producto final: la taza de café. Asì nació en 1938 la crema naturale que, eventualmente, devino en el inconfundible café espresso. 

Il signor Gaggia era exigente y dio en diseñar entonces una máquina expendedora que permitiese a los baristas no dar la espalda a los clientes y aceptar el pedido “personalizado”: machiato, duppio espresso, cremoso ma non troppo. Se trazó más tarde la meta de que el diseño fuese en sí mismo una marca de fábrica

Su tenacidad dio fruto al fin, en 1947,con  la máquina de café espresso que llegaría a ganar premios internacionales de diseño industrial y convertirse en uno de los íconos comerciales más omnipresentes durante el siglo XX.

#5 Las  palomas mensajeras de Paul Reuter 

Pocos saben que la innovación que permitió al alemán Paul Reuter, hombre de gran iniciativa, asegurarse un lugar en la historia de las comunicaciones, la prensa y la banca mundiales fue su palomar de corresponsales financieros voladores.

En la segunda mitad del siglo XIX, la actividad financiera del Viejo Mundo impuso la necesidad de agilizar la comunicación entre las bolsas de las grandes capitales. Reuter, que había trabajado ya en París con lo que andando el tiempo se convertiría en la AFP, experimentó hacia 1845, una ruta poco frecuentada para asegurar la máxima discreción. Constató así que sus palomas mensajeras hacían en línea recta el trayecto entre Aquisgràn y Bruselas en muchísimo menos tiempo que el correo de ferrocarril expreso, usado por la banca y las grandes casas financieras. La telegrafía apenas comenzaba y sus palomas dieron a Reuter un edge, una ventaja crucial sobre sus competidores.

Con esta conexión intermedia logró transmitir noticias, primero financieras y luego de tipo general, entre Berlín y París. Había nacido la agencia Reuters. Extendida luego hasta Londres, la agencia pronto se aseguró la primacía del naciente negocio de la información financiera que viajaba a gran velocidad. Se cuenta que, aun cuando la telegrafía logró al cabo imponerse, en el balcón de su despacho en Londres la gratitud de Paul Reuter mantuvo siempre un palomar.

Incentivos: el resto es comentario.