De tanto que he leído en mis largas seis décadas de existencia ya no sé exactamente dónde leí que el hombre es un animal histórico hecho de la maleable y evanescente materia de la temporalidad, de donde se colige que no existe ningún ser humano que pueda ostentar ufanamente una condición intemporal. No hay excepciones. Sólo Dios es intemporal; Él y sólo Él es una entidad eterna e intemporal. Tal vez por ello «homo sapiens-sapiens» haga esfuerzos imposibles para competir vanamente con Dios en eso de lograr la eternidad, es decir, que las listas del tiempo sean una simple bagatela es una de las más caras metas de quien elige el oficio de escribir. El escritor que decide consagrar su vida a la escritura sabe que en ningún ámbito de enigmático e infinito mar de su terrena existencia puede desafiar a Dios. Es por ello que cuando un escritor se sienta ante su ordenador a forjar mundos imaginarios, seres por muy chatos y ordinarios que resulten, termina finalmente por crear de la nada universos únicos e irrepetibles, estructuras caracterológicas y psíquicas de personalidad que se avienen e identifican con los eventuales lectores de la obra demiúrgica que inventa el escritor.
Hay escritores que escriben para colmar las insaciables apetencias de su voraz ego; son los escritores ególatras y narcisistas que escriben para contemplarse indefinidamente en el pozo insondable de sus vanidades. Contra eso no se puede hacer nada. Siempre los ha habido y siempre los habrá. El vaniloquio insípido e inútil es cáncer de todo escritor que escribe para sí mismo. Un verdadero escritor escribe desde su tiempo histórico pero, obviamente, dirigiéndose un futuro lector nonato aún pero que inexorablente ha de venir por fuerza ineludible de un «illo tempore» inevitable. Todos los humanos sabemos que es propio del humano ser, una vez que es eviccionado al valle de lágrimas que llamamos «mundo de la vida» se torna inevitable crecer, multiplicarse y poblar la tierra y dejar constancia lo más dignamente posible de su paso por el mundo empírico y subjetivo que le tocó encarar y vivir en su respectivo tiempo histórico. Dice un adagio bíblico por todos conocido que: «por sus obras los conoceréis» , otros dirán en su afàn de estricta interpretación hermenéutica que, «por sus frutos»; en fin, poco importa la equivalencia o sinonimia. En el caso particular del escritor su Obra escritural hablará por él en un hipotético futuro que sólo unos pocos alcanzan a construir con tal envergadura y consistencia que soportará el paso del implacable e inmisericorde tiempo real-empírico-fáctico. Poco importa que un escritor se devane los sesos escribiendo treinta, cuarenta o cincuenta libros o tan sólo escriba un par de libros en toda su vida de escritor. En estricto rigor la verdadera trascendencia del escritor la garantizará la impecabilidad, impolutez e inveterada pulcritud y solvencia verbo-linguística de su obra; es por ello que en medio de los océanos de basura escrita que a diario la infinita fachenda humana que caracteriza a tanto aspirante a escritor únicamente se salvan tan pocas, a decir verdad poquísimas obras que por su calidad logran vencer el paso del tiempo y de las edades para erigirse en Clásicos en el sentido primero y primario del término.
Tucídides, Homero, Esquilo, Sófocles, Heródoto, Hesíodo, et al, trascendieron y volaron hacia las cumbres imposibles de los próximos milenios no porque cada uno haya tratado temas únicos y diferenciados uno de otros; sino por que la singularidad de su estro lírico, la extraordinaria vigorosidad de su prosa narrativa, el portentoso y unicidad de su estilo único e intransferible le confirieron a sus Obras escritas carácter de eternitud y ahistoricidad intemporal.
Tú, improbable escritor que lees por hipotética contingencia estas breves y arbitrarias líneas, escribe todo lo que sea dado escribir pero eso sí, hazlo con genuina y auténtica honestidad y zambúllete en las aguas amnióticas de tus océanos interiores y trae de vuelva a la superficie la piedra filosofal que servirá de llave para abrir la puerta a tu propia trascendencia.