La carta a una Iglesia que sufre (Letter to a suffering Church), escrita por Robert Barron, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Los Ángeles, es “un grito del corazón”. Con mucha sinceridad y transparencia aborda el doloroso tema de los abusos sexuales en la Iglesia. Aunque escribe para todos los católicos, su inquietud fundamental es brindar respuestas y argumentos a los creyentes norteamericanos, conmocionados y dolidos, enojados y frustrados, por los casos que salieron a la luz tras muchos años de silencio de tantas personas en la Iglesia que debieron haber alzado su voz en su momento. La propagación de un mal nunca es posible sin cómplices; sin esos que, sabiendo lo que ocurría, callaban, reasignaban de parroquia al abusador, subestimando así el dolor de unas víctimas que dejaban sin consolar y abriendo el camino para más abusos.
Tras esta dinámica de abuso sexual, reasignación y encubrimiento hay un claro abuso de poder. Los investidos con más autoridad manipularon a los más vulnerables, dañándolos e hiriéndolos en el mero centro de donde debía manar un amor limpio a Dios, a la vida y al prójimo. Los ensuciaron. Los llenaron de miedo y vergüenza. Malograron su corazón, les llevaron a probar el agrio sabor de la perversión en edades muy tiernas y los enemistaron con Dios, pues “la tragedia central del escándalo de los abusos sexuales es esta: quienes fueron ordenados para actuar en la propia persona de Cristo se convirtieron, del modo más terrible, en obstáculos para llegar a Cristo”.
Jesús vino a cambiar muchas de las referencias más típicamente humanas: el más grande para Dios no es el hombre con poder y fama, ese ser prepotente que se basta a sí mismo. En su reino, el modelo es el niño, ese ser sencillo y puro que confía en su padre del cielo y lo ama desinteresadamente. Estos seres amados por Cristo han sido las víctimas de los abusadores y no es de extrañar que ese Jesús manso y humilde de corazón que nos insta a amar al prójimo, y en especial al enemigo, diga con fuerza: “Si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar” (Mt. 18,6). Esta aparente dureza se debe a que el amor es exigente, así como la indignación se explica porque el silencio que consiente es blando.
Más que un problema moral, dice Barron, lo que hay es podredumbre. Ha quedado en evidencia una corrupción enfermiza que duele a quienes queremos a Jesús y a su Iglesia. Ahora bien, si el obispo expone la situación con crudeza y alude a situaciones de corrupción y abusos de todo tipo a lo largo de toda la historia de la Iglesia, no es sino para “vacunarnos”, “inmunizarnos” ante la tentación de abandonar a Cristo y a su Iglesia por los pecados de los hombres. Dejar de creer en el sacerdocio no tiene tampoco sentido para quien centra su fe en Jesús y en el poder de su gracia salvadora. Además, que unos hagan el mal no significa que todos lo hagan. Así como hay corrupción, hay santidad y ante la laxitud de muchos, siempre hay otros que se entregan por completo para que sea Cristo quien viva en ellos.
Es cierto que hay que reconocer que “algo ha salido tremendamente mal”, como dice Barron, pero ante la suciedad, los cristianos debemos responder con un mayor deseo de santidad y lo cierto es que sin excusar a nadie, no hay nunca nada de lo que debamos escandalizarnos, pues “todos los recipientes son frágiles y muchos de ellos están completamente rotos; pero no permanecemos por los recipientes: permanecemos por el tesoro”. Las crisis han sido siempre ocasión de renovación y han sobrado los momentos en los que la Iglesia “ha parecido” tragada por el infierno. Esto, sin embargo, ni ha ocurrido ni ocurrirá, pues Jesús prometió que no sucedería porque la Iglesia es su Cuerpo Místico y Él no hace depender su gracia de la santidad de sus sacerdotes.
Las crisis purifican la fe en Jesús: nos ayudan a descentrarnos de nuestro ego y nos recuerdan que el modelo de un cristiano es Cristo, no los hombres. Quedaríamos muy defraudados si pusiéramos nuestra esperanza en nosotros mismos. Es cierto que los santos son hombres y también “luces en las tinieblas”, pero lo son por haber sabido seguir a Cristo.
Hay una lógica misteriosa tras la experiencia de las miserias humanas: no es posible comprender la misericordia de Dios sin comprender medianamente la profunda capacidad de vileza que puede ocultarse en el corazón humano. Y es que para “entender” la grandeza del amor de Dios hay que tener la experiencia de nuestra fragilidad, de lo poco que podemos sin la ayuda de Dios. Para creer que la Iglesia es santa pareciera que hay que constatar que ella no depende de nosotros. Cuenta Barron que una vez Napoleón “se enfrentó con el cardenal Consalvi, el secretario de Estado del papa Pío VII, afirmando que él, Napoleón, destruiría la Iglesia, a lo que el cardenal respondió hábilmente: «Oh, pequeño hombre, ¿crees que lograrás lo que siglos de sacerdotes y obispos se han esforzado por lograr sin éxito?”.
En los momentos difíciles el Espíritu asiste y sin duda provocará una respuesta de transformación en los miembros de su Iglesia y en el mundo entero. Siempre nacerá otro Francisco de Asís, otro Ignacio de Loyola, otra Teresa de Jesús, otro don Bosco, entre tantos futuros nuevos santos. La dinámica de crisis y renovación es una tensión constante, pero es Dios mismo quien nos impulsa a creer más en Jesús y a no detenernos por nuestros pecados ni por los de los demás.
No me queda sino recomendar la lectura de esta carta tan honesta y preciosa, de gran ayuda para todos. Su costo es de un dólar y la información está disponible en el link www.SUFFERINGCHURCHBOOK.COM.
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