El que Venezuela sea un país en ruinas no es una opinión, es un hecho, o una multitud de hechos en todos los órdenes y categorías de la vida nacional. El que Venezuela haya sido arruinada en el siglo XXI, en medio de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de la historia, tampoco es una opinión, es un hecho perfectamente verificable. Los escombros de la «industria petrolera» así lo confirman.
El que Venezuela tenga la oportunidad de salir de semejante abismo, y ser reconstruida desde sus cimientos, no es, en cambio, un hecho, sino una opinión o más bien una aspiración. No sabemos cuándo comenzará el futuro para nuestra patria, pero sí sabemos que la continuidad del presente no puede ser considerada un futuro digno y humano para su población. En realidad, es todo lo contrario.
Lo anterior conduce a una conclusión inexorable. Los responsables de la ruina económico-social, y de la ruindad política, de seguir controlando el poder, solo producirán lo único que saben hacer: despotismo, depredación y envilecimiento. En esas condiciones es absolutamente imposible ni siquiera la mera concepción de un futuro merecido para los venezolanos, o para ningún pueblo del mundo con activos históricos como el nuestro.
En el presente, el dilema para grandes mayorías es quedarse encerrada y morirse de hambre, o salir a la calle para ver cómo se puede sobrevivir, y morirse de coronavirus o de cualquiera de las otras pandemias previas que asolan a la población, incluyendo el hampa soberana. Si eso no es una catástrofe humanitaria en su máxima expresión, nada lo es.
Y nada que suponga el favorecer, así sea por vía encubierta, el continuismo de la hegemonía es conveniente para el conjunto del país. Lo es para los mandoneros y sus carteles, entre los que figuran voceros que se declaran opositores pero que se benefician de los mandoneros, así como los benefician a ellos con una actitud de colaboracionismo, disfrazada de sentido común, de «prudencia» y hasta de patriotismo…
El oficialismo hace tiempo que dejó de ser rojo, para ser multicolor, y en esa policromía política y parasitaria destaca el verde del Tío Sam. En eso la ideología quedó sepultada en un pozo profundo, y solo algo de retórica altisonante y repetitiva se ha mantenido, tanto para guardar ciertas formalidades, como para justificar el apoyo de tontos y de vivos, así como también para tratar de embrutecer a los venezolanos con mentiras que entorpecen la capacidad de razonar.
Ante un panorama tan desolador, ¿qué corresponde hacer? ¿Cruzarse de brazos, quedarse callado, y resignarse? Por supuesto que no. ¿Corresponde, entonces, aceptar la conseja de que «estoy es lo que hay» e intentar encontrar un refugio políticamente seguro y acaso bien remunerado? En otras palabras, venderse, para no decir otra palabra más certera. Por supuesto que no. Lo que corresponde es no seguir tapando el sol con un dedo, reconocer la realidad tal como es, llamar las cosas por su nombre y luchar en consecuencia.
Solo así la aspiración de que sobre las ruinas de Venezuela pueda reconstruirse el país, lograría adquirir viabilidad. Pasar de la teoría a la práctica. Irla convirtiendo en hechos constructivos, reales, efectivos. Sobre las ruinas de Venezuela no es posible ni deseable insistir en restauraciones quiméricas. Pero sí es posible y deseable que Venezuela entre en una etapa de renacimiento general, fundada en sus dimensiones afirmativas, que alcance a superar la catástrofe que se padece y a sortear las grandes dificultades que vendrán.
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