OPINIÓN

Sobre las crisis migratorias de hoy en la región

por Víctor Rodríguez Cedeño Víctor Rodríguez Cedeño
migrantes

Foto: MARTIN BERNETTI / AFP

Los desplazamientos de personas en el mundo, más de 70 millones según cifras del Acnur, muchos forzados por la represión, la persecución y la violencia política, otros tantos para huir de la miseria y encontrar una vida digna, constituye uno de los retos mas importantes que enfrenta hoy la comunidad internacional.

Es cierto que todos tenemos derecho a circular libremente y a solicitar asilo o refugio cuando las circunstancias lo obligan, pero también es cierto que los Estados tienen la facultad de decidir si le otorgan o no, sin ignorar el deber de éstos de brindar protección cuando así se requiera; o si los devuelve a sus lugares de origen de conformidad con el Derecho Internacional, especialmente en consideración de las normas aplicables a los extranjeros y a su expulsión y de la posibilidad de que la vida o la integridad física de esas personas corran peligro.

El problema de los desplazamientos de flujos masivos de personas no es exclusivo de los gobiernos, los que tienen que tomar decisiones siempre ajustadas al Derecho Internacional y a la más mínima solidaridad internacional ante la tragedia de quienes se ven forzados a huir de sus países por cualquier razón, como serían los casos de la frontera sur de Estados Unidos y de la ciudad chilena de Iquique, muestra de la crisis que atraviesa hoy la región.

Los desplazamientos masivos de personas por la violencia o las necesidades crean problemas a los Estados de origen que ven perder su capital humano; a los de tránsito que deben manejar temporalmente el paso de tales grupos y a los receptores que deben dar respuesta a esa realidad que tiene orígenes distintos pero que en todo caso responden a la necesidad de abandonar sus países de origen para salvaguardar sus vidas y su dignidad. En todos los casos, los Estados tienen la obligación de brindar protección a las personas que se desplazan de sus sitios de origen, bien sea el Estado nacional, el de tránsito o el de recepción.

La llegada de flujos importantes de extranjeros, sean migrantes o refugiados, tiene un impacto también importante en las sociedades de acogida que muchas veces no entienden la realidad y las necesidades de estas personas, llegando como en el caso de Iquique a un rechazo que no es sino la más simple y clara expresión de una vergonzosa práctica de xenofobia.

La frontera sur de Estados Unidos y la ciudad chilena de Iquique fueron esta vez los escenarios de violencia ante la llegada de decenas de miles de personas que huyen de la persecución y la miseria en sus países: haitianos, centroamericanos e incluso venezolanos. En la frontera estadounidense muchos ingresaron y fueron deportados, mientras que otros fueron rechazados por las autoridades fronterizas, incluso de manera excesiva como lo muestran los medios. En Iquique la violencia fue de la sociedad receptora, aunque no se pueda generalizar, por supuesto, que rechazaba la presencia de los venezolanos ante la mirada complaciente de las autoridades y de la ausencia de políticas públicas estructuradas para enfrentar la realidad.

En la frontera sur los que lograron pasar fueron en su mayoría, a menos en los primeros momentos, deportados a Haití. Algunos fueron reubicados en centros de refugiados. Los otros debieron permanecer en territorio mexicano, en su mayoría también haitianos, sin garantías del gobierno “socialista y progresista” de López Obrador de ser tratados como refugiados, como seres a los que se le regularía su situación otorgándole permiso de residencia y de trabajo.

El tema es complejo y sensible. Los gobiernos parecen no entender con claridad la situación, su origen, las causas, sus implicaciones y menos aún el tratamiento que debe darse a esas personas. Tampoco las sociedades parecen comprender esta realidad que hoy afecta a mas de 10 millones de latinoamericanos y del Caribe, entre los cuales cerca de 7 millones de venezolanos, que se ven obligados abandonar todo para buscar una vida segura y digna. La integración o la inserción de estas personas es fundamental y supone la regularización del estatus de extranjero en el país receptor lo que le permitirá el disfrute, principalmente, de los derechos económicos y sociales que eran imposible de satisfacer en sus sociedades de origen.

Los organismos internacionales realizan esfuerzos importantes para disminuir el sufrimiento de quienes dejan todo por la vida, pero no es suficiente. La solidaridad debe ser de todos y no solo de algunos. Una de las grandes deficiencias que dificulta el mejor tratamiento de las crisis es la ausencia de programas educativos a todos los niveles, públicos y privados, para crear consciencia acerca de esta realidad que hoy afecta a unos, mañana a otros.

La comunidad internacional debe considerar ante todo las causas de los desplazamientos, el origen de estos movimientos enormes de personas. El esfuerzo debe centrarse en resolver los problemas que aquejan a los países de envío sin dejar de preocuparse por los de tránsito y los receptores, lo que supone cooperación y asistencia técnica para vencer las dificultades económicas y sociales y las formas políticas arbitrarias de gobernar.

Si la situación económica en Haití mejorara y si se lograse una estabilidad política en democracia, los haitianos no se verían forzados a dejar el país para encontrar una forma de vida digna y segura. Si en Venezuela se superara la dictadura, se retornara al Estado de Derecho, se lograra la estabilidad política que todos deseamos y se dieran de nuevo las condiciones económicas y sociales suficientes para vivir en paz y tranquilidad, los venezolanos tampoco dejaríamos el país.