“Entre repúblicas democráticas liberales hay relaciones pacíficas, no existen guerras entre ellas, pero no se puede estar en paz con las ‘no-repúblicas”.
Thomas Jefferson, uno de los principales autores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y promotor de la visión de Estados Unidos como el sostenedor del gran “imperio de la libertad” que promoviera la democracia en el mundo, afirmaba con certeza: “El precio de la libertad es la vigilancia eterna”. Esta frase tiene que ver con la crisis actual de democracia que atraviesan los países de la región debido a la falta de exigencias y al quebranto del rigor y valores sobre los que se sustenta la democracia. En relación con Estados Unidos, ha sido grave su carencia de una visión política acertada en relación con Latinoamérica, especialmente con Cuba y Venezuela. Al comienzo de la administración de Hugo Chávez, se encendieron las alarmas debido a su asociación ideológica con Fidel Castro, sin embargo, la diplomacia norteamericana prefirió pasar por alto su obvia tendencia autoritaria y temprana adopción del guion castrista; basta con recordar la infortunada frase del embajador John Maisto: “Hay que fijarse en lo que Chávez hace, no en lo que dice”. Chávez hizo lo que dijo que haría en Venezuela y sus sucesores hacen lo que dicen y continúan haciéndolo con descaro y marcada perversidad. Sin embargo, en el caso venezolano, el “gran sostenedor” y “vigilante de la democracia mundial” muestra dos caras. Por una parte, implementa sanciones individuales a los mafiosos que forman parte de la administración de Maduro, haciendo públicos carteles de recompensa, mientras por otra, continúa haciendo negocios petroleros con los buscados forajidos que aparecen en dichos carteles, gracias a la licencia que permite a la empresa Chevron, en asociación con Pdvsa, exportar crudo venezolano a Estados Unidos. John Wayne se sentiría decepcionado.
Who watches the watchman?
Sobre la vigilancia propuesta por Jefferson, surge una interrogante: ¿quién le pide cuentas al vigilante de la democracia por su falta de vigilancia? Es una pregunta retórica sobre la responsabilidad (accountability) de quienes han sustentado y promovido mundialmente el modelo democrático. Este descenso en la exigencia democrática hace pareja para un tango con la decadencia de los valores europeos, poniendo en peligro a todo el Occidente. A esto se suma la inutilidad en que ha devenido el Consejo de Seguridad de la ONU, alejándose de su misión fundacional de mantener la paz y la seguridad internacional, ya que algunos de sus países miembros han invadido militarmente o amenazan con hacerlo a otros países, debido a que tiene poder de veto en el Consejo de Seguridad, es decir, actúan con total impunidad. Actualmente, el Consejo de Seguridad obedece a los dictados de Rusia y China, aliados del régimen venezolano, por lo que se hace misión imposible pedirle una intervención para una transición pacífica, pese a la sistemática violación de derechos humanos que comete Maduro y sus cómplices, que han convertido a ese país en un Estado forajido. De allí la importancia de la actuación y permanencia de la Misión internacional independiente de determinación de hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, creada en 2019 por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en su labor de documentar las violaciones sistemáticas de los DDHH en ese país.
El R2P y la doctrina de la “Guerra justa”
Michael Doyle, asesor de las Naciones Unidas, en su explicación sobre el modelo moderno de la paz ideada por Kant (Ways of War and Peace: Realism, Liberalism, and Socialism, 1997), afirma que para mantener la Paz se necesitan tener estructuras democráticas liberales, reconocer la dignidad humana, poseer una economía basada en la propiedad privada, ser un Estado soberano e independiente, estar sustentado en una democracia representativa y acordar compromisos de paz con otras repúblicas. Este argumento da validez la afirmación de que entre repúblicas democráticas liberales hay relaciones pacíficas, no existen guerras entre ellas, pero no se puede estar en paz con las ‘no-repúblicas’ ”, acota Doyle.
En relación con las “no-repúblicas”, es decir, aquellos países en los que no existen estructuras democráticas, que son de naturaleza totalitaria o se han convertido en estados fallidos, poniendo en peligro tanto la paz interna como la de sus vecinos, las Naciones Unidas (ONU) tendría la responsabilidad de vigilar e intervenir, pero la única instancia autorizada a determinar si en un país determinado existe alguna amenaza a la paz y el orden internacional es el Consejo de Seguridad (CS). En muchos casos no ha habido una voluntad política firme o miembros del Consejo de Seguridad se han opuesto mediante el veto a una intervención o han tardado un tiempo valioso en actuar como en el caso de Camboya, Ruanda, Kosovo o la negativa de Rusia y China a que la ONU interviniera en Siria. En este último caso, después de los ataques químicos de las fuerzas armadas sirias contra posiciones rebeldes, se creó una coalición de países entre los que se contaban Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, sin el consentimiento del Consejo de Seguridad, legitimando la intervención en la necesidad de acciones urgentes para detener las masacres, facilitar un corredor humanitario y proteger a la población civil. En 2011, a raíz de la crisis desatada por Kadhafi en Libia, se implementó por primera vez la doctrina Responsabilidad de Proteger (R2P) para salvaguardar a la disidencia y a la población civil en conflictos armados. Michel Doyle, argumenta que casos como este pueden ser justificados dentro de la Convención de 1948 sobre genocidios y ser legitimados dentro de la ONU como una “guerra justa”. Sobre el R2P, Doyle propone ampliar esta doctrina y hacer más énfasis en la prevención antes de que un conflicto se torne en una espiral de violencia.
A propósito de este término de Guerra Justa (Ius ad bellum) o derecho a hacer la guerra, aparece en los escritos de San Agustín (Siglo IV d.C.) quien consideraba que “toda guerra es malvada pero que existe una guerra justa al ser librada por una causa justa como es la de restaurar la paz, sí bien hay que recurrir a ella con remordimientos y como último recurso”. Santo Tomás de Aquino (Siglo XIII), también hace referencia a esta doctrina: “Que la guerra se haga para defensa de la nación y evitar que ésta sea oprimida por la fuerza de algún tirano. Incluye la defensa de las personas y las cosas que se encuentren en el propio imperio. La guerra defensiva, es lícita aun para los particulares que no cuentan con la autoridad del príncipe o del superior, en virtud de que la ley natural le autoriza a la defensa”.
La situación que vive Venezuela, debido a su intensidad, se ha convertido en un problema regional con repercusiones geopolíticas internacionales. La inexistencia de instituciones democráticas en ese país, la permanente violación de los derechos humanos, la utilización de militares y grupos civiles armados para hostigar y asesinar oponentes que padecen sin sosiego una inseguridad en medio de una impunidad generalizada, son componentes de una crisis política y social insostenible. A esto se suma la carencia de servicios públicos y el desabastecimiento de alimentos y medicinas que han forzado el éxodo a 7,5 millones de personas según la ONU y al exilio a cientos de miles, incluyendo al presidente electo en 2024. Es un Estado fallido o “no-república”, debido a que los altos funcionarios civiles y militares están asociados con mafias criminales, narcotraficantes, guerrilleros y organizaciones terroristas. Todo esto conforma una situación propicia para que sus ciudadanos desarmados y víctimas de un Estado criminal, exhaustos de tanta perversidad, decidan clamar por la intervención de otros gobiernos en una coalición bajo la doctrina de la “guerra justa”. Es una hipótesis que cobra fuerza a medida que se acentúa el drama de los venezolanos. Porque, aunque se lograra una salida no violenta, una transición para el restablecimiento de la normalidad democrática debería comenzar por la reorganización de las instituciones, especialmente las de justicia y el desarme de los grupos paramilitares, guerrilleros y organizaciones delictivas apoyadas por el régimen, así como el establecimiento de canales de abastecimiento de emergencia, entre otras enormes tareas. El comienzo de la reconstrucción del país exigiría la presencia de una parte de los contingentes militares y policiales no contaminados por la corrupción y criminalidad existentes en Venezuela para poder mantener el orden constitucional. ¿No es acaso el papel de la ONU garantizar la paz y la convivencia democrática en este escenario? ¿Si no, quién?
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