Se ha generado una interesante discusión sobre la naturaleza de la gestión del actual gobierno durante la primera mitad real de su duración. Unos hablan de “transformación” (Morena), otros de un intento fallido de revolución (Aguilar Camín), unos más de destrucción pura y simple (Silva Herzog) y otros más de reformas lite. Detrás del debate yace una interrogante a la que ya podemos aportar respuestas basadas en ciertos datos duros. Se trata del tema del mandato. ¿Qué mandato le entregó la ciudadanía a MORENA en 2018, y ahora hace un mes? Pero antes de entrar en la discusión mexicana, convendría recordar un antecedente a la vez trágico y memorable.
Un gran número de observadores en tiempo real cuestionaron la intención y la práctica de Salvador Allende en Chile en 1970 de aplicar el programa de la Unidad Popular, habiendo recibido solo 36% del voto en las elecciones presidenciales. Los partidarios del Chicho siempre respondían que en primer lugar, llegaron a La Moneda con el voto mayoritario del Congreso chileno, de acuerdo con la Constitución del país. También, que al firmar el Pacto de Garantías democráticas con la Democracia Cristiana, Allende logró el apoyo o mandato de más de 60% del electorado para su programa, con las reservas plasmadas en dicha carta. En seguida, sostenían que en las elecciones municipales de abril de 1971, la UP obtuvo más del 50% del voto, claramente demostrando la expansión de su mandato, así como su refrendo. Y por último, sostuvieron hasta lo último, que Allende nunca recurrió a la fuerza para imponer su programa, ni puso en práctica un programa que no fuera el que había presentado a los votantes en septiembre de 1970.
Los partidarios de la tesis contraria, a saber, que no se podía recorrer una vía pacífica o democrática al socialismo, ni mucho menos hacer una revolución, por la vía que fuera, sin un apoyo fuertemente mayoritario de la población, o por la fuerza, si se trataba de una minoría. Si un tercio del electorado votó por la vía chilena al socialismo, dos tercios votaron en contra. Allende en realidad solo tenía de dos sopas: aplicar su programa por la fuerza, o desistir de ello y limitarse a algunas reformas importantes -nacionalización del cobre, una mínima reforma agraria- pero nada más. Cualquier otra ambición -gobernar para los que lo eligieron, como dijo en un discurso en Valparaíso antes de tomar posesión- llevaría a un desenlace desafortunado.
¿Quién tuvo razón? Probablemente Lenin. Hay reformas parciales y moderadas al sistema capitalista, dentro de la democracia y del capitalismo. O hay revoluciones socialistas que lo destruyen por una vía inevitablemente autoritaria: Rusia 1917; China 1949; Cuba 1959. Una revolución es un acto anti-democrático por antonomasia, ya que implica imponer los intereses de una clase social -o de un bloque o coalición de clases- a otro u otros. Las primeras -la reformas- suelen ser exitosas, pero limitadas, poco épicas, y reversibles. Las segundas -las revoluciones- pueden ser más o menos mayoritarias y victoriosas en los tres casos mencionados, o minoritarias y derrotadas: Chile, Irán en 1953, Nicaragua en 1990, Alemania en 1919 y 1923. Pero son senderos que se bifurcan: o es lo uno, o es lo otro.
Siempre se puede pensar que esta vez, o en este país, será diferente. Y quizás algún día así sucederá. Pero se cree en la teoría de clases del marxismo, y en la teoría leninista de la revolución, o no. Allende creyó – y seguramente no podía más que creerlo- que su apuesta era verosímil. Fidel Castro le repitió hasta el cansancio -permaneció un mes en Chile, en octubre de 1971: se lo recuerdo a quienes no querían que lo corriéramos de Monterrey- que no había cómo, de la misma manera que advirtió a los sandinistas en 1990 que si iban a elecciones, perderían. No en balde gobernó casi medio siglo gracias a una feroz dictadura.
Dejo a la opinión de los lectores si estas reflexiones encierran la menor pertinencia para el México de la 4T.