Cuando el mundo se transforma, cuando las certidumbres se derrumban, cuando se desdibujan las señales del camino, es cuando más se recurre a lo fundamental, cuando la búsqueda de una moral se torna más apremiante y la voluntad de comprenderse a sí mismo se impone como una necesidad». Con estas palabras inauguraba Boutros Boutros-Ghali la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos, el 14 de junio de 1993, hace ya más de treinta años. Pero esas palabras siguen vigentes. Aquel momento, recién derrumbado el Muro de Berlín y antes de concluir el siglo XX, mostraba la necesidad de recuperar el sentido de la dignidad de toda persona, el significado de la propia condición humana y, en definitiva, el intento de buscar vías para asegurar la convivencia en una sociedad que por definición es plural. Podría decirse que, desde el 11 de septiembre, los interrogantes sobre la tolerancia y el diálogo han sido constantes; se han multiplicado los mecanismos y herramientas para dilucidar el significado de los términos; se ha recurrido a la historia, a la tradición, a la religión y a la política, y aunque esos ámbitos no agotan la realidad humana, se ha conseguido movilizar a la opinión pública mundial a favor de objetivos cuyo contenido hay que descifrar. En mi caso, el 11 de septiembre de 2001 estaba en Nueva York, donde he trabajado hasta hace poco tiempo. La vuelta a Europa ha abierto muchas cuestiones que parecían zanjadas, y sobre todo me ha inducido a sacar brillo al significado del término tolerancia en una sociedad en la que las prioridades no están en esa línea sino en las de ‘lo políticamente correcto’.
Tengo la intuición de que en aras de «lo correcto» hay un cierto miedo a manifestar lo que realmente se piensa, porque si ese pensamiento se aparta de ‘lo correcto’ se activan los calificativos que remiten al pasado, o al futuro, o a las corrientes ideológicas que no apoyan ese pensamiento único, tan contrario a la esencia de la condición humana. Tener convicciones y manifestarlas no puede identificarse con ningún tipo de fundamentalismo. En los mismos términos que la persona que carece de esas convicciones y se instala en la posición de que nadie podría tenerlas. De algún modo habría que contraponer –como señalaba Popper– el relativismo entendido como una posición en la que la verdad carece de sentido y el denominado pluralismo crítico, que sería la posición en la que se fomenta el desarrollo de numerosas teorías en busca precisamente de la verdad.
Como decía Popper en su libro ‘En busca de un mundo mejor’, «el relativismo es la posición según la cual puede afirmarse todo o prácticamente todo y, por lo tanto, nada. Todo es verdad o bien nada. El pluralismo crítico es la posición según la cual debe permitirse la competencia de todas las teorías –cuantas más, mejor– en aras de la búsqueda de la verdad. Esta competencia consiste en la discusión racional de las teorías y en su examen crítico. La discusión debe ser racional, lo cual significa que debe tener que ver con la verdad de las teorías en concurrencia: será mejor la teoría que, en el curso de la discusión crítica, parece estar más cerca de la verdad; y la teoría mejor es la que sustituye a las teorías inferiores. Por eso, lo que está en juego es la cuestión de la verdad». Pero estas referencias no son criterios o argumentos cerrados, sino enmarcados en ese pluralismo crítico en el que es posible el racionalismo. Sin embargo, para que pueda hablarse del uso de la razón, es necesario tener en cuenta una premisa previa: la escucha y el diálogo.
El Diccionario de la RAE afirma que escuchar implica «prestar atención a lo que se oye». Y prestar atención significa dirigir los sentidos y las facultades específicas hacia un determinado asunto. Se ha dicho que la atención es la capacidad gracias a la cual somos más receptivos a los sucesos del entorno. Ser receptivos, sin embargo, no puede identificarse con «estar a la defensiva». La construcción de una mejor sociedad (de una sociedad inclusiva, democrática y respetuosa) reclama esa capacidad de escucha y desde la escucha, del diálogo.
Dialogar requiere una conversación en la que los interlocutores tienen la misma oportunidad de participar y en la que se busca un entendimiento mutuo. Como decía Hanna Arendt, la verdad y la política no se llevan demasiado bien y nadie ha colocado la veracidad entre las virtudes políticas. A pesar de que lo que está en juego no es sólo el bien común o la consecución de una mejor sociedad, sino algo más básico que es la supervivencia. Y citando a Herodoto, afirmaba Arendt en su obra ‘Verdad y mentira en la política’ que no puede concebirse ninguna perseverancia en la existencia, sin seres humanos dispuestos a dar testimonio de lo que existe y se les muestra que existe. El totalitarismo no ha sido derrotado. Al contrario, sigue siendo una amenaza en sociedades desarrolladas en la que se llevan a cabo prácticas de impotencia política y de falta de libertad. Y probablemente es esto lo que podría explicar parcialmente el incremento de los movimientos populistas que se está viviendo tanto en los países europeos como en Estados Unidos. Ese camino de falta de libertad es lo contrario del mundo mejor sugerido por Popper y reclama una recuperación de lo racional. Pero ese viaje no resulta gratuito. El billete para viajar requiere la escucha y el diálogo, es decir, la conversación. Y ésta tiene por fin la búsqueda de una mejor sociedad que es precisamente la esencia de la política.
Recordaba Arendt en su ensayo sobre ‘Qué es la política’ que ésta se identifica con la libertad, comprendida negativamente como no ser dominado y no dominar; y positivamente, como un espacio establecido por muchos seres humanos, donde cada cual se mueve entre iguales. «Sin mis iguales, no hay libertad», afirmaba Arendt. Este reconocimiento de «los iguales» pasa de modo necesario por la escucha y el diálogo, como entraña de la verdadera tolerancia. Solamente podría ser tolerante la persona que tiene convicciones, y porque las tiene identifica la importancia de respetar las de los demás y de preservar las propias, en un ejercicio en el que se asume que la diversidad enriquece la sociedad, lejos de ser una fuente de problemas. La política, seguía diciendo Arendt, trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos.
En el caso español, la Constitución de 1978 reconoce el pluralismo político como uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. Y el pluralismo subraya lo plural y lo diverso como un beneficio para la sociedad. Es la grandeza del sistema democrático, que no es propiedad exclusiva de ningún partido político. Es la bandera de una sociedad que quiere escuchar, dialogar, respetar, entender las posiciones diferentes y construir una mejor sociedad. En esa fotografía no se divide al cuerpo social en ‘buenos’ y ‘malos’, en demócratas y no demócratas. Se busca en todo caso, el diálogo, la escucha y la tolerancia, que va mucho más allá de aceptar como un problema posiciones diferentes, sino que asume el respeto al modo de ver, pensar, razonar y vivir, de los diferentes a lo propio.
«El sentido de la política es la libertad», afirmaba Arendt. Para ser libres, hay que conocer. Y cuanto más se conoce, más capacidad de libertad se genera. Probablemente recurrir a esta referencia fundamental, como señaló Boutros Gali, es lo más necesario en nuestra sociedad.
La autora es catedrática de Filosofía del Derecho en la Universidad Jaume I
Artículo publicado en el diario ABC de España