A Henry Kissinger lo conocimos y tratamos repetidas veces mientras ejercimos funciones en el Servicio Exterior de la República (1995-1999) –entre otros motivos por encargo del presidente Caldera, quien de tal manera dispuso abrir una línea directa y continua de comunicación con el académico, ex-secretario de Estado y para entonces reputado consultor empresarial–. Había publicado en la víspera su imponente tratado sobre la diplomacia, un meditado compendio acerca de la historia de las relaciones internacionales, centrado en los conceptos del equilibrio de poder en Europa antes de la Primera Guerra Mundial, el realismo político –sustentado en convicciones tangibles y por tanto deslastrado del sesgo ideológico y de las consideraciones morales–, así como también en la razón de Estado o aquella que en determinados casos y circunstancias recomienda prescindir de límites éticos en el ejercicio del poder público. El autor no solo anticipa el nuevo orden mundial que se extendería al término de la Guerra Fría, sino además vaticina la aparente contradicción entre fragmentación y globalización que determinaría el sistema de relaciones internacionales del siglo XXI. Para Kissinger, el nuevo orden mundial afrontaría el inmenso reto de conciliar la pluralidad de valores y costumbres inveteradas entre países diversos, aunque de equiparable importancia. Más tarde escribirá su Orden Mundial: reflexiones sobre el carácter de las naciones y el curso de la historia, una densa cavilación sobre aquello que motiva la armonía y el conflicto en las relaciones internacionales.
Kissinger anota en su Diplomacia que, hasta comienzos del siglo XX, “…en la política exterior norteamericana prevaleció la tendencia aislacionista, y de pronto dos factores proyectaron a los Estados Unidos hacia los asuntos mundiales: su poder, en rápida expansión, y el gradual desplome del sistema internacional centrado en Europa…”. Igualmente señala su convicción de que el pensamiento estadounidense seguía sosteniendo a vuelta de siglo, la idea de que la paz depende, ante todo, de promover las instituciones democráticas a escala global. Las particularidades que la nación estadounidense se atribuye a lo largo de su historia –sostiene Kissinger– “…han dado origen a dos actitudes contradictorias hacia la política exterior. La primera es que la mejor forma en que los Estados Unidos sirven a sus valores es perfeccionando la democracia del propio país, actuando de tal manera como faro para el resto de la humanidad; la segunda, que los valores de la nación le imponen la obligación de defenderlos en todo el mundo, como si de una cruzada se tratara…”. Así las cosas, las actitudes históricas fluctúan entre el aislacionismo y el compromiso, sin prescindir del pragmatismo emergente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que plantea relaciones de interdependencia entre las naciones. Concluye insinuando regresar a los objetivos wilsonianos del pasado norteamericano, “…a saber, paz, estabilidad, progreso y libertad para toda la humanidad, en una jornada sin fin…”.
De otro punto de vista, parece que en nuestro tiempo la mayor amenaza para los estadounidenses no procede como muchos sostienen de un frente externo que puede ser más o menos hostil a los valores de la democracia y la civilidad, sino que viene desde dentro de la misma nación norteamericana. Es la tesis de Richard N. Haass en su libro La Política Exterior empieza en casa: el caso de poner la casa de Estados Unidos en orden (2013). En su momento se trató de un espontáneo mensaje de quien todavía ocupa la presidencia del afamado Council on Foreign Relations –uno de los centros de investigación más influyentes de los Estados Unidos y cuyo objeto desde sus inicios en la década de 1920, ha sido conocer y valorar de manera exhaustiva los asuntos mundiales de mayor relevancia–. Haass sostiene que la preocupación debe centrarse en renovar la decadente infraestructura interna, en suprimir la mediocridad del sistema educativo, en sustituir la caduca política de inmigración, en reformar el sistema fiscal que solo agrega deuda al presupuesto federal, sin que ello signifique abandonar las inquietudes que provienen del gasto militar chino, del persistente desafío norcoreano o del desarrollo de armas nucleares en manos de Irán. Si Estados Unidos atiende y resuelve sus carencias internas –añade Haass–, será entonces capaz de continuar proyectándose hacia el mundo, de competir eficazmente en el mercado global, de generar los recursos necesarios para promover y sostener sus valores e intereses en el exterior y ante todo proporcionar un ejemplo verdaderamente convincente que pueda influir sobre el pensamiento y la acción de los demás miembros de la comunidad de naciones. Haass predijo en una entrevista posterior a la publicación del libro en comentarios que el mundo entraría en una nueva etapa histórica, señalada en parte por el desplazamiento de la dominación norteamericana por un poder más difuso ejercido por Estados y entidades no gubernamentales como resultado de la proliferación de armas nucleares, del terrorismo cibernético y de las fallas recurrentes en las políticas públicas que pudieran llevarnos a una era de desórdenes en ausencia de alguna superpotencia. También criticó a finales de 2021 a la administración Biden por su retiro unilateral de tropas en Afganistán –ejemplo palmario de “América-primero” a lo Donald Trump–, una movida ejecutada de manera inconsulta y dejando en pie de guerra a sus aliados de la OTAN.
Más que rivalizar con China –fue la caprichosa política de Donald Trump–, Estados Unidos en opinión de Hass debería trabajar por un equilibrio de poder en Asia, y en su zona de influencia lo apropiado sería integrarse mejor con Canadá y México, a lo cual añadimos nosotros que también debería enfocarse en una relación más llevadera y constructiva con los restantes países de Hispanoamérica; también está llamado a solucionar los problemas globales en un siglo XXI que viene visiblemente marcado por la existencia de múltiples factores de poder –económicos, políticos y militares– sin que ninguno prevalezca sobre los demás y donde no solo habrá Estados soberanos, sino además empresas multinacionales, instituciones diversas, tanques de pensamiento y un desarrollo tecnológico de alcances revolucionarios. Organizar los recursos internos probablemente tendrá mayor impacto que invertir ingentes cantidades de dinero público en seguridad y defensa nacional; esto parece obvio.
Dicho lo anterior sobre el caso de los Estados Unidos de América, y si la política exterior de cualquier Estado-nación está llamada a sustentarse en el profundo conocimiento de la realidad internacional en la que se desenvuelve y sobre la que ambiciona influir de una manera determinada, llama poderosamente la atención lo que estamos observando en algunas cancillerías de nuestra América caótica –obviamente, la que se ubica netamente al sur del Río Grande–. A veces no es fácil advertir lo que verdaderamente intentan alcanzar esos gobiernos que pretenden derivar a sus países por las pendientes ideológicas e identitarias que nada van a resolver sobre las acumuladas carencias de sus nacionales. En algunos casos, ni siquiera se pretende consolidar en los hechos, el fortalecimiento de las instituciones políticas llamadas a responder a los cambios inexorables que se perfilan en el sistema de relaciones internacionales –asombra el tozudo menosprecio a las discusiones inteligentes sobre ideas de actualidad y la Realpolitik, mientras pierden el tiempo y las energías en actitudes y emprendimientos inútiles–.
Valga pues esta primera reflexión sobre la política exterior de países situados en extremos desemejantes de desarrollo –Estados Unidos y las naciones de la América Latina–, pero inexorablemente llamados a relacionarse de manera ecuánime y prescindiendo de innecesarios y estériles antagonismos, en el concierto de las naciones civilizadas.