El empresario es un emprendedor que arriesga su capital en función del cumplimiento de objetivos económicos atemporales –no prescriben en el tiempo– y metas de corto plazo –con fechas de cumplimiento–, para lo cual toma decisiones estratégicas, ejecuta acciones tácticas, provee los medios indispensables, articula los procesos dentro de la unidad funcional –la empresa–, establece la administración, sus facultades y sus controles y ante todo asume la responsabilidad tanto comercial como legal frente a sus clientes, sus empleados, el Estado y la sociedad en general.
La empresa como unidad funcional plantea su continuidad de manera indefinida –el concepto de perpetuidad o esperanza de vida infinita utilizados en modelos de valoración de negocios en marcha–, con la finalidad económica de producir utilidades en el curso de sus operaciones a través de los años. Aquí llegamos a un primer tema medular de la iniciativa privada: las utilidades constituyen la finalidad esencial de toda empresa de capital, para lo cual se intenta combinar eficientemente los factores de producción, con el propósito de reducir costes, elevar la productividad y de tal manera aumentar el margen de ganancia en operaciones. Un tema que los ideólogos comunistas no comprenden –o no quieren comprender–, y que los líderes del populismo de izquierdas pretenden derogar –dicen ellos– en beneficio de los desposeídos. No quieren reconocer que la empresa privada bien manejada genera empleo estable y remunerado, crea riqueza y bienestar para sus accionistas, para sus trabajadores, para su clientela, también para la sociedad en su conjunto. A fin de cuentas, la ganancia del empresario se justifica plenamente y de cualquier punto de vista moral y económico, en la medida que el capital aportado al negocio en marcha ha creado valor. Sobre este tema hemos insistido una y otra vez y lo seguiremos haciendo.
Quienes creemos en la economía de mercado y el concepto de libre empresa, auspiciamos la competencia y libertad de elegir sin distorsiones provocadas por la intervención del Estado. El ejemplo de los Estados Unidos de Norteamérica, donde la libertad de elegir de los individuos ha sido determinante en el proceso económico, basta para comprender que no es estrictamente necesaria –como sostienen los socialistas–, la tutela excesiva del Estado en estas materias. La fortaleza alcanzada por la economía norteamericana a finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX no se debió en su esencia a las políticas públicas condicionantes del emprendimiento, tampoco a la acción del gobierno y sus instituciones, sino a decisiones individuales libremente encauzadas por los agentes económicos. El sueño americano no consiste en recibir el favor del gobierno, antes bien, se materializa en la libertad de elegir sustentada en los valores de la ilustración. Por mucho tiempo el Estado no solo no intervenía, sino que era apenas perceptible para los agentes económicos; se dice que, por ejemplo, muchos agricultores del “mid-west” y de las “great planes” norteamericanas, no tenían verdadera conciencia de la existencia o relevancia de un gobierno instalado en Washington D.C. Naturalmente, con el correr del tiempo fue necesaria una limitada intervención para, entre otras cosas, prevenir monopolios, fijar niveles de capitalización en los bancos y en el seguro, también para proteger al consumidor.
El auge de los mercados bursátiles y del sector financiero proyectado a escala global, también exigió el desarrollo de normativas idóneas y de funciones de fiscalización a cargo de entes reguladores y supervisores de la actividad económica. Son los signos y necesidades de los nuevos tiempos, aunque insistimos en una intervención limitada del Estado a través de sus instituciones, para no crear distorsiones ni detener el impulso innovador de la iniciativa privada. Por ello escribió Milton Friedman que “…una buena sociedad requiere que sus miembros acuerden las condiciones generales que dirijan las relaciones entre ellos, sobre medios que arbitren las diferentes interpretaciones de tales condicionantes, y los mecanismos que exijan el cumplimiento de las reglas de aceptación general…”. Y añade Friedman: “…ningún cuerpo normativo puede prevalecer, a menos que la mayoría de los participantes den su conformidad sin necesidad de aplicar sanciones; es decir, sin que exista un amplio consenso en la sociedad…”.
Es difícil negar que el libre juego de la oferta y la demanda en competencia perfecta termina siendo una entelequia. Pero también es una entelequia el pensamiento que auspicia un estado de bienestar colectivo condicionado a la intervención del gobierno en los procesos económicos. El Estado puede ser necesario en los términos apuntados por Friedman, pero no para decidir en nombre de los agentes económicos sobre dónde o cómo invertir o de qué manera organizarse para acometer sus empresas, sin perjuicio que existan normativas específicas para ciertas actividades (i.e. banca y finanzas; aviación comercial; salud; etc.). Tiene además el Estado el delicado papel de evitar los excesos que a veces plantea el sistema económico capitalista y que tampoco podemos negar.
Creemos pues en la libertad como fundamento de deberes y derechos de la persona humana, tanto como en la responsabilidad individual ante la sociedad por lo que se refiere a las consecuencias de decisiones y resultados de acciones propias de quienes la integran. Nada hasta ahora demuestra que suprimir estos conceptos en beneficio de las tesis intervencionistas del Estado en la economía, ha creado bienestar a la sociedad; más bien ha sido todo lo contrario, como muestra la historia. Creer que la política quedará supeditada a la economía puede ser otra falacia, porque el “hecho político” emerge a veces con prescindencia de criterios netamente económico-empresariales –gobernantes y gobernados pueden tener visiones alternativas sobre el bien común que satisface a las mayorías en un momento dado–. Tampoco la economía puede sujetarse en su funcionalidad, a la dictadura de la política activa; el acuerdo entre los actores es imprescindible. Para el citado Friedman, existe una conexión íntima entre la economía y la política y por tanto ciertas combinaciones y arreglos entre ambas son generalmente factibles; en particular, una sociedad socialista –añade Friedman– no puede igualmente ser democrática, en el sentido de asegurar la libertad individual. ¿Lo comprenderá de una vez por todas el común de nuestros empresarios guiados por esa visión netamente pragmática de los negocios? Para los políticos de inclinación socialista, dominar la escena será siempre un propósito inalterable, y ello arrastrará severas consecuencias para los agentes económicos y sus empresas.