A menudo da la impresión de que aquellos que en esta Venezuela se empeñan en defender las supuestas «soluciones» que únicamente han servido para prolongar los cruentos días de un régimen delincuencial, incluyendo la seudonegociación y, todavía peor, la vía «electoral» por mero electoralismo, han perdido toda capacidad para considerar la crisis nacional como un proceso dinámico y solo ven la imagen de una Venezuela que no es la de hoy, sino la de 1999, la de 1958 o, incluso, la de algún instante de su historia previa a aquel punto de inflexión en el que se dio inicio al copernicano giro nacional de la segunda mitad del siglo XX.
Esto no sorprende, ya que la continua reducción, a una o a un puñado de ideas, de los acontecimientos de períodos de varias décadas, siglos o hasta milenios, puede hacer, sin que constituya ello, por supuesto, una indefectible consecuencia de lo anterior, que las etapas resultantes de la suma de complejos eventos en una sociedad terminen viéndose y analizándose como realidades estáticas o fotografías en las que, por ser tales, ni el movimiento de una hoja tiene lugar, cuando lo cierto es que miles y miles de transformaciones, grandes y pequeñas, se suceden a diario en todas partes.
En todo caso, además de ser hoy Venezuela muy distinta de lo que fue en lejanas épocas, lo es asimismo de la nación que hace casi dos años y medio vio a Guaidó asumir el compromiso que para entonces ya varios habían eludido y en la que aún, por ejemplo, parecía quedar algo de la tan mentada reserva moral dentro del estamento militar, lo que a la sazón nos seguía llevando a no pocos a considerar como factible el cese de la usurpación por conducto de un accionar del grueso de la ciudadanía respaldado por aquella, ora con la suma de una exigencia disuasoria, ora con el empleo de su fuerza en la tarea de neutralización de los mercenarios al servicio del régimen, tal como en diversas ocasiones lo planteé en este mismo medio, aunque luego los eventos del 30 de abril de 2019 —una convocatoria de Guaidó que a tantos nos sorprendió— evidenciaron que, a consecuencia de persecuciones internas y aprisionamientos, y de la salida de numerosos efectivos de esa institución, de la reserva en cuestión no quedaba más que una idea fijada en el imaginario colectivo por su reiteración y, tal vez, algunos soldados desperdigados y temerosos de actuar por las posibles represalias.
Las circunstancias habían cambiado, como tantas veces lo hicieron antes y como no han dejado de hacerlo desde entonces. Por tanto, carecen de sentido los intentos de establecimiento de paralelismos entre esta Venezuela, en la que la sociopatía, la perversidad y la creatividad criminal han alcanzado niveles apenas esbozados en ficciones distópicas, y, verbigracia, el país tiranizado por el perezjimenismo, donde, entre muchas otras cosas, los opresores no estaban irremediablemente atados de manos tanto por los intereses de una totalitarista mafia internacional y las presiones de bandas locales y grupos terroristas, importados de diferentes regiones del orbe, como por una narcopolítica devenida en columna vertebral del Estado, del modo en el que tampoco lo estuvieron, por semejantes razones, los viles arquitectos del apartheid en Sudáfrica, las segregacionistas autoridades estadounidenses de los tiempos de Martin Luther King o los miembros de la cúpula del sangriento régimen pinochetista, por no mencionar la situación de Luis Mountbatten, del primer ministro Clement Attlee y de los otros miembros del Gobierno del Reino Unido, y del propio rey Jorge VI, el intachable padre de la reina Isabel II, en 1947 —el año en el que de manera oficial se reconoció la independencia de la India—.
No parece por ello descabellado pensar que los que defienden fórmulas a las que una y otra vez han mostrado los hechos como acciones inefectivas para la conquista de la libertad en esta Venezuela, la de una dictadura impulsada por una nociva combinación de ciega ambición y rampante sadismo, sin que haya motivos para dudar de su genuino rechazo a tal régimen, adolecen de esa incapacidad, aunque en algunos esta parece estar indisolublemente unida al tipo de soberbia que hace anteponer a la sensatez y a la procura de cualquier bien el deseo de tener siempre la razón; ese que hace confundir la conveniencia con la tergiversación que todo lo ajusta a los propios puntos de vista, y el pragmatismo con el abandono de la ética que jamás debe dejar de guiar la reivindicación de los derechos fundamentales.
Sobre esto último, por cierto, no huelga añadir que los argumentos con los que se suele fundamentar ese abandono de la ética —de la que se articula en torno a aquellos derechos— y que a tantos ingenuos e irreflexivos ignaros persuaden, solo conducen a tomar por falso dilema lo que no lo es, como por ejemplo el de la defensa propia o la de otro inocente.
Si un secuestrador se dispone a asesinar a su inocente víctima y el único modo de impedir este crimen ruin y despiadado es mediante la destrucción de aquel, el hacerlo constituiría, de hecho, un deber ético. No hay dilema.
Si en la mentira encuentra una persona el único medio para impedir el asesinato de su inocente hijo, el echar mano de ella en esa situación constituiría también un deber ético. No hay dilema.
No suponen dilemas éticos las acciones con las que los inocentes impiden que los violadores de los derechos humanos perpetren sus horrendos crímenes.
De cualquier forma, más allá de consideraciones morales o recorridos por los intrincados senderos que conducen a los pilares axiológicos que las sustentan, alejados del propósito de este artículo, y para no extenderme innecesariamente en las anteriores reflexiones, solo me tomaré la licencia de sugerir que, antes de prestar nuevamente oídos a quienes insisten en proponer lo mismo que ha servido para aceitar cada vez mejor una efectiva maquinaria de opresión y muerte, se contraste la imagen que sus «verdades» delinean con los palpables aspectos de la realidad que, al parecer, son ellos incapaces de ver, máxime porque sí hay otras propuestas sobre la mesa que, aunque se diga lo contrario, no se han querido discutir con verdadera seriedad.
@MiguelCardozoM