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Sobre la deuda pública externa

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Para los países exportadores de capital, las operaciones de préstamo convencional o estructurado han sido un camino despejado para canalizar e invertir recursos monetarios en naciones de menor desarrollo económico relativo. En los años setenta del pasado siglo, se produjo el reciclaje de fondos recibidos por el sistema financiero norteamericano y europeo, originados principalmente en las exportaciones de petróleo y otros productos desde los países en vías de desarrollo. Los fondos regresaron a los países exportadores a través de préstamos que buscaban financiar programas de desarrollo, sin tomar en consideración el componente usualmente impredecible de la economía mundial.

Bajo el liderazgo del Fondo Monetario Internacional, los países deudores adoptaron a lo largo de la década de 1980, diversos programas de ajuste macroeconómico, a lo cual se añadió la reestructuración de la deuda que había sido contraída con la banca comercial. Ello comportó la reorientación de los programas de desarrollo a fin de ajustarlos a las cambiantes circunstancias económicas a nivel global, con el fin de retomar los equilibrios en la cuenta corriente de la balanza de pagos. Los países en vías de desarrollo debían en consecuencia adoptar políticas de incremento de las exportaciones y reducción de las importaciones, con el objeto de lograr un superávit comercial. La opinión pública de algunos países deudores se mostró renuente a aceptar los programas de ajuste propuestos por el Fondo Monetario Internacional –comúnmente reclamaban que esas políticas habían sido concebidas en beneficio de las economías industrializadas–. Sin embargo, técnicamente hablando y dejando a un lado las consideraciones políticas, los programas del Fondo Monetario Internacional tenían mucho sentido, aunque ameritaban ciertos ajustes de no poca importancia.

En aquellos años surgió un debate estéril alrededor de la responsabilidad atribuible a la mala administración de los países deudores, así como también sobre la imprudente concesión de préstamos por parte de la banca y finalmente los factores exógenos, como causas de la crisis provocada por la deuda externa mundial. Los tres factores ejercieron influencias y carece de toda importancia cargar mayor o menor culpa sobre cualquiera de ellos. Los prestamistas apuntaban a las políticas que derivaron en sobrevaluadas tasas de cambio, desconfianza de los agentes económicos y fugas de capitales, mientras que los deudores enfatizaban sobre los problemas estructurales de la economía mundial.

La deuda pública externa se asumió en aquellos años como instrumento de estabilización macroeconómica: en fases recesivas, el endeudamiento financiaba el gasto fiscal –también sustituía el ingreso fiscal obtenido de los impuestos–, con la finalidad keynesiana de estimular la demanda efectiva y de tal manera asegurar el pleno empleo. Nunca será buena idea contratar deuda externa para pagar gasto corriente, sin duda una mala práctica de los países en desarrollo –en ellos también se utilizan los proventos de la liquidación de activos del Estado para esos mismos fines, como ha sido el caso de Venezuela en las últimas dos décadas–.

La discusión legal en aquellos años comenzaba por considerar que los bancos comerciales otorgaron préstamos sin haber realizado previamente una investigación acuciosa de las exigencias normativas (i.e. requerimientos sustantivos y formalidades legales). En algunos casos y en vista del elevado grado de confianza mutua, los recursos prestados fueron adelantados sin preparar documentación alguna. Tampoco se hizo el esfuerzo de comprender a fondo el sistema legal de los países deudores, lo cual se tradujo en erróneas interpretaciones de normas jurídicas fundamentales. No se contempló la posibilidad del incumplimiento ni se consideró que los Estados pueden quedar insolventes, en la medida que siempre disponen de recursos para producir bienes y servicios, así como para atender sus cometidos esenciales –ello se asumió como hecho cumplido–.

La incapacidad sobrevenida de pagar la deuda conduce inexorablemente a: (1) demandas introducidas por los prestamistas para obtener el cobro compulsivo; y (2) reestructuración de pasivos mediante acuerdos suscritos entre las partes. El desarrollo de ambas vertientes enriqueció el debate y trajo como consecuencia nuevas prácticas y doctrinas que se han venido aplicando en los últimos años. Antes de 1982, los bancos suscribieron contratos de préstamo sin considerar los posibles efectos de la escogencia de la ley aplicable y la jurisdicción competente. Verificada la posibilidad de que los problemas económicos pueden llevar a un Estado soberano a la suspensión o incumplimiento de pagos, comenzó a prestarse debida atención a tan importantes asuntos legales. A partir de allí se desarrollaron cláusulas contractuales que intentarían evitar el incumplimiento de las obligaciones o, en el caso de una acción legal, asegurarían la eficacia de la decisión judicial y el consecuente cobro del préstamo.

Venezuela es un país moroso y en esos términos no puede acceder a los mercados voluntarios de deuda. La reestructuración de pasivos de plazo vencido reviste carácter de urgencia en las actuales condiciones que atraviesa el país –no habrá reactivación económica sin antes resolver el problema de la deuda pública externa–. Sobre dichos pasivos, transcurre un lapso de caducidad para el ejercicio de la acción de cobro compulsivo, cuya alternativa es la suscripción de acuerdos entre las partes que desestimarían posibles litigios, tomando en consideración el estatuto de limitaciones. A tales fines, la Oficina de Control de Activos Extranjeros de los Estados Unidos (OFAC), actualizó la licencia que permite a los ciudadanos norteamericanos suscribir acuerdos con funcionarios o entidades señaladas por la Asamblea Nacional electa en 2015.

Ahora bien y como se desprende del Título V de la Constitución vigente, las atribuciones de la Asamblea Nacional son las propias de todo órgano deliberante, destacándose la función legislativa, la función de control político sobre la Administración Pública Nacional y sobre el Poder Ejecutivo y las autorizaciones a que haya lugar. Así las cosas, la Asamblea Nacional no está llamada en sí misma a ejercer funciones ejecutivas, por lo cual no es el ente apropiado, constitucionalmente hablando, para suscribir acuerdos con ciudadanos norteamericanos. Esto parece obvio.

Todo indica que Venezuela seguirá siendo sometida a procesos compulsivos de cobro de obligaciones de plazo vencido. Es la consecuencia inexorable de un estado de cosas agobiante y de una administración pública desencuadernada –por añadidura la jurisdicción competente no reconoce al gobierno en funciones–, que solo encontrará remedio y sosiego cuando se realicen elecciones democráticamente libres y verificables, la única posibilidad de iniciar el proceso de reinstitucionalización del país y el restablecimiento de la República Civil.

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