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Sobre Francia, de Cioran

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En 1941, el mismo año en que las tropas nazis ingresaban triunfantes a París, un joven Emile Cioran escribía que no existe nada más francés que el impresionismo. Ninguna tendencia artística evidenciaría mejor en su manejo del estilo y su temática, la prevalencia de la forma sobre la profundidad, ese rasgo eminente de la personalidad francesa. Dicho en tales circunstancias, esto pareciera invitarnos a pensar en una cultura que se habría desarrollado como un cascarón, hermoso y racionalista, que encerraba un gran vacío y comenzaba a derrumbarse de manera inexorable frente a la arremetida de la solidez «romántica» del país vecino. De hecho Cioran se arriesga —si es que este verbo es aplicable al pensador rumano— a revelarnos que, en puridad, no puede hablarse de una filosofía francesa, como sí puede hacerse de una griega o alemana. Es conmovedor que estas palabras constituyan una declaración de amor y fidelidad al país de adopción en el momento de su derrota más oprobiosa. Subrayar la hondura intelectual de una Alemania capaz de generar el delirio nazi, implica que la superficialidad es preferible y superior a la profundidad, cuando está enmarcada en los escenarios que sólo provee la cultura estilizada, algo que podría ser ilustrado con la memorable escena de Bande à part, de Jean-Luc Godard, en la que tres jóvenes bribones atraviesan a la carrera el Louvre para batir el record impuesto por un norteamericano de San Francisco. Corren como unos locos inconscientes —o como unos ignorantes voluntarios— de las magníficas obras de arte que les rodean. La escena es deliciosa, como solo puede serlo la auténtica rebeldía juvenil. Sin embargo un primer plano del Juramento de los Horacios de David, colgado en una de las paredes del museo, nos devuelve a la realidad: la frivolidad—la aparente nadería— también puede ser un bálsamo que reafirma la trascendencia de una gran cultura.

La lectura de Sobre Francia (Siruela, 2011) puede tentarnos a pensar que, ya al borde de su primer cuarto, el presente siglo ha sido más francés decadente de lo que podría creerse, con sus conductas «multitasking», la Wikipedia como libro de cabecera y la inteligencia artificial como objeto de deseo y amenaza distópica. Cioran habla de una sociedad francesa negada al monólogo interior, y dispuesta a la sociabilización y a la conversación. Esta Francia se torna en una parodia de sí misma cuando las personas se reúnen en sociedad para bostezar, un drama harto conocido en un mundo de chats y redes sociales. La decadencia de la cultura francesa enseña que, en contraste con ella, lo natural —encarnado por ejemplo en los pueblos eslavos— es sinónimo de fortaleza, de vigor, de juventud prometedora. La agricultura es la primera canalización de estas fuerzas. Nada menos agrícola que nuestra época de autopistas de (des)información y de aplicaciones que facilitan la vida a costa de parametrizar el pensamiento. Toda cultura nace, se desarrolla y decae como consecuencia del agotamiento de sus fuerzas vitales, que son siempre finitas, y de la consciencia de los individuos que cuestionan los patrones establecidos. Pasar de lo épico a la duda, tal sería su destino. Los estoicos y los epicúreos simbolizaron el crepúsculo de la cultura clásica, y de sus héroes homéricos, porque todo «alejandrinismo» (no sólo el helénico) implica un mestizaje adicto a la historia, alérgico al peligro, amante de la seguridad y, en consecuencia, cultor de la duda. Estos filósofos de la decadencia fueron los antepasados de nuestras inefables calificadoras de riesgos, con sus desaciertos, incongruencias y errores de cálculo, pero también con su pueril voluntad de «predecir», todo lo cual se traduce en un sueño imposible.

Las culturas permanecen vivas y vigorosas mientras existan personas dispuestas a morir por los valores que representan. ¿Es que una cultura de internet, donde los más pobres están legitimados para anhelar los excesos de vida de top models y futbolistas de élite, podría engendrar algo distinto de una sociedad de pusilánimes? Nada más apetecible, en términos prácticos, para los autócratas y dictadores. Y también para sus aprendices. Y, en general, para todos los enemigos de la libertad en cualquiera de sus variantes totalitarias o fundamentalistas. Si para el joven Cioran la gran Francia del gótico y las invasiones napoleónicas había quedado reducida a una imagen de la catedral de Notre Dame reflejada sobre el Sena, para nosotros, sus lectores contemporáneos, las falencias del Occidente de la democracia y la libertad económica, vencedor de guerras frías y conquistador de mercados, pueden estar quedando en evidencia con la prevalencia de China en la economía mundial a partir de la convivencia del modelo capitalista con su régimen totalitario.

Expresarse desde lo fragmentario tiene como ventaja la falta de temor a contradecirse, lo que quizá constituya una de las formas más extremas de la tolerancia. En una entrevista a Fernando Savater, publicada por el diario El País en 1977, el propio Cioran resalta el agotamiento de los grandes sistemas filosóficos, y la pertinencia de un pensamiento fragmentario en el que las contradicciones no son sólo aceptables, sino expresiones de verdades que nacen de las experiencias particulares. ¡Cuán preferible es un ser honestamente contradictorio a un fanático de cualquier pensamiento único, aun cuando se autoproclame defensor de las libertades más irrestrictas! Quizá sea esto lo que permite que no obstante el pesimismo que inunda con persistencia la totalidad de su obra, el pensamiento de Cioran siga siendo un antídoto contra la depresión que provoca en nuestras vidas la búsqueda irrefrenable de la satisfacción material y la casi total ausencia de un intelecto matizado por el buen gusto. Además, en épocas de crisis siempre es pertinente regresar a los clásicos, sobre todo a aquellos que tienen la capacidad de meter el dedo en la llaga, de remover consciencias y detonar las naturalezas reactivas.

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