OPINIÓN

Sobre exilios y dictaduras

por Fidel Canelón Fidel Canelón

Dentro del largo historial del exilio político venezolano, no sería exagerado decir que el de Edmundo González ha sido uno de los más previsibles. Generalmente, el exilio es la última opción que un líder, un militante partidista o un luchador social decide escoger, por lo doloroso que es desarraigarse de su tierra y sus afectos; y también por los costos que implica alejarse del campo de acción directa y la dirección in situ de los eventos, además del vacío y la desazón que esto puede crear en partidarios y simpatizantes. 

No obstante, en el caso particular del candidato triunfante el 28 de julio, se cumple claramente el aserto aquél de que el primer deber de un dirigente político es mantenerse en libertad, y mucho más cuando estamos en una dictadura que no respeta procedimientos ni Estado de derecho en general, pues lo que hemos visto durante los últimas semanas -e incluso meses y años atrás- son simplemente secuestros o desapariciones forzadas, no detenciones debidamente autorizadas por un juez, como es práctica en los países civilizados y democráticos. 

No hay que ser muy advertido para inferir que encarcelar a González Urrutia -y también a María Corina- fue una prioridad para el régimen desde el mismo 29 de julio, al consumarse el fraude. Como candidato victorioso, él era lógicamente el primer obstáculo que se interponía en el propósito de Maduro de ser reconocido e intentar obtener algo de legitimidad, algo que a estas alturas luce francamente inviable. 

Por eso se realizó -junto a la necesidad de una mascarada que diera cierta sanción legal al fraude- la esperpéntica solicitud al TSJ para conocer de la votación del 28, citando a todos los candidatos. Era, de lejos, una trampa-jaula, y acertadamente González Urrutia decidió no asistir a ninguna de las rocambolescas citaciones que se le hicieron, donde ni siquiera se establecía en calidad de qué debía a asistir.

Evidentemente, la opción ideal era encarcelarlo y desaparecerlo de la vista pública, como ha sido la suerte de tantos dirigentes políticos, miembros de la sociedad civil e integrantes de las fuerzas armadas en los últimos años, al mejor estilo de las dictaduras latinoamericanas de finales del siglo pasado. Pero el régimen pronto atisbó que, en el fondo, también le convenía este exilio: la detención de quien se alzó con una contundente mayoría de los votos representaba un costo político demasiado alto, en un momento en el cual el régimen está huérfano de apoyo internacional, y, sobre todo, después de que Estados Unidos ha amenazado con tomar medidas severas si González o María Corina son detenidos. Ahí es donde entra el principal operador político internacional del régimen -cubiches aparte-, Rodríguez Zapatero, para triangular con el gobierno español el exilio en el país ibérico.

Lo cierto de todo es que, al apoyar decididamente el exilio de González, Pedro Sánchez, con el sentido de la oportunidad y la extraordinaria habilidad que lo caracteriza, en cierta forma les ha quitado – o al menos les ha disputado- al Partido Popular y a Vox la bandera del caso del fraude venezolano, que estos colocaron enérgicamente en el primer plano de la agenda pública española, en un contexto donde la Unión Europea está unida sólidamente en la condena a la actuación del CNE. 

Esto se ha traducido en algo que antes del 28 parecía imposible, esto es, que Sánchez -y por extensión el PSOE- han echado a un lado a Maduro, al igual que casi toda la izquierda democrática latinoamericana; aunque en el caso del socialismo español pesa mucho, sobre todo, la decidida postura de la Unión Europea. Para España -que es la conexión principal de la Unión Europea con América Latina- sería un error enorme quedar a la zaga en este punto de la política exterior comunitaria. 

Ni siquiera las amenazas desaforadas de romper relaciones de Jorge Rodríguez podrán cambiar la postura de los socialistas españoles en este asunto, pues, más allá de unos favores puntuales, no es mucho lo que la reducida economía de la Venezuela madurista puede prometer en los actuales momentos para el país ibérico, o a cualquier país desarrollado.

Dentro de este escenario internacional, no puede pasar desapercibido que la política de Maduro hacia quienes han sido o habían sido sus aliados principales dentro de la izquierda democrática internacional, no ha sido, ni mucho menos, contemporizar o persuadir, sino más bien retar y atacar, pues si bien no ha roto relaciones diplomáticas -hasta el momento la amenaza de Rodríguez no se ha cumplido, pero no puede descartarse que se lleve a cabo- con ninguno, sí los ha criticado abiertamente, descalificando, por ejemplo, el sistema electoral brasileño, además de acusarlos de injerencistas y otros epítetos. La detención de varios ciudadanos españoles en los últimos días -con el obvio propósito de usarlos de rehenes y fichas de presión- es una muestra más de este distanciamiento. 

Tal pareciera que Maduro y su régimen de propensiones fascistas y totalitarias se dirigen a un rompimiento de amarras definitivo con la izquierda democrática, profundizando la deriva aislacionista que ya ha iniciado; apostando quizás a crear un dilema tan fuerte que impulse a los gobiernos de esta corriente ideológica a contemporizar y moderar sus posturas, de manera tal que favorezcan la normalización de su situación y la permanencia en el poder, lo cual luce, a la vista de los últimos acontecimientos, como poco probable.