El periodista, ensayista y político francés Jean-Jacques Servan-Schreiber hablaba en la década de 1960 de una Europa necesitada de estímulos para desencadenar un raudo despertar. Con el libro Desafío americano, Servan-Schreiber penetraba la conciencia de Europa como propuesta encaminada a lograr la paz, la seguridad y el desarrollo sostenible. En el ambiente de la época, cabe igualmente destacar el afán de predominio de la democracia como sistema de gobierno, la tolerancia y el mutuo reconocimiento entre las naciones civilizadas, el libre comercio, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos. Servan-Schreiber apelaba al sentido de responsabilidad de los europeos ante los previsibles acontecimientos económicos, sociales y políticos del último cuarto de siglo –tomando en cuenta la actitud norteamericana, coincidente con el espíritu de cooperación fraguado en la Segunda Guerra Mundial, sin prescindir de su vocación expansionista sobre el ámbito económico europeo–. No hay que olvidar que Estados Unidos se había convertido en compañero de viaje llamado a cooperar con Europa en su proyección universal.
En años recientes, algunas fuerzas políticas a ambos lados del Atlántico han mostrado comportamientos diversos que van desde la mengua de las oposiciones y el pusilánime estilo de los gobiernos, hasta aquellas posturas devenidas en acciones antisociedad y antipolítica que tanto daño han propinado a los pueblos y a la comunidad de naciones. En este orden de ideas, el concepto generalizador de Occidente –el término aplicado a países que comparten normas sociales, valores éticos, tradiciones, convicciones democráticas y costumbres cristianas asociadas a la vieja Europa y a sus expansiones geográficas en las Américas y en Oceanía–, se enfrenta a la avanzada del pensamiento único o aquel que pretende sostenerse a sí mismo, con prescindencia de toda alternativa, en su propósito de hacer valer una supuesta supremacía moral e ideológica. El gran cambio en las mentalidades y en la manera de llevar las relaciones internacionales ha gravitado no solo en los nexos Estados Unidos-Europa, sino entre estos dos actores fundamentales y el resto del mundo civilizado.
El desafío de la hora actual tiene que ver –entre otras cosas–, con el reto que impone superar la impetuosa arremetida desde dentro en las sociedades occidentales, de ese pensamiento único que contradice los principios y valores de la democracia liberal –el actuar de los infiltrados o la serpiente que ha cambiado de piel para confundir y someter a los incautos–. Se ha puesto en tela de juicio la división de los poderes públicos, plenamente justificada en las necesidades funcionales de cada una de sus ramas y ante todo en los indispensables requerimientos de mutuo control –para ello la independencia es determinante–. La defensa de las instituciones democráticas pone a prueba la capacidad de las sociedades nacionales –y de sus líderes genuinos– al momento de enfrentar y superar las provocaciones del presente, naturalmente fraguadas en el sesgo ideológico, los resentimientos y la intolerancia de quienes intentan convertirse en clase política dominante.
Tan pronto se produjo la caída del muro de Berlín, se dio la impresión de una Europa indefectiblemente unida, libre de amenazas habituales a su sistema de valores y con unas perspectivas de concordia duradera –hasta no hace mucho tiempo, aquello más que una posibilidad, era un logro–. La anexión unilateral de Crimea por parte de Rusia en marzo de 2014 alteró el estado de cosas que en definitiva condujo a la guerra de Ucrania. Sin duda las naciones de Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, poseen mayores activos económicos y militares que la Rusia en conflicto con Europa –también mejores capacidades y alcances para una acción política y diplomática–. Sin embargo, los hechos demuestran que Rusia ha dispuesto de mayor capacidad de acción en función del cumplimiento de sus intereses estratégicos. Todavía persiste la amenaza de una consecutiva desarticulación territorial de Ucrania en beneficio de la Rusia invasora, lo que sin duda complica el desafío de Occidente y de su política exterior. Una imagen trágica que desdobla el choque entre Occidente y la Rusia que devela un ímpetu revisionista y anacrónico, así como objetivos muy claros y para ella relativamente alcanzables.
Así las cosas, aquella paz que parecía asegurada en la hegemonía norteamericana de vuelta de siglo, empieza a mostrarse distante, aunque para algunos ya es inalcanzable. Una crisis que por lo visto ha tomado por sorpresa a los principales líderes de Occidente, quienes aún se esfuerzan en unificar acciones en resguardo de los valores que venimos comentando. Lo que ya no ofrece la menor duda para los europeos y sus aliados norteamericanos, es la necesidad de una política exterior de consenso y plenamente compartida, tanto como de una eficaz defensa –en el mismo terreno y para desmarcarla del tema puramente ideológico– de los intereses comunes. Por algo han dicho sus líderes que defender a Ucrania es esencial para todo Occidente –se insiste en la idea de una soberanía estratégica que a todos concierne por igual–.
Pero hay algo más que configura el desafío que hoy enfrenta el sistema de valores de Occidente. Se trata no solo del pensamiento único a que hicimos referencia en líneas anteriores, sino también de la nombrada “corriente identitaria” o la doctrina que se sustenta en el nacionalismo étnico –no olvidemos el altísimo costo que pagaron las naciones de Occidente en la Segunda Guerra Mundial–, y que hoy promueve el localismo paradójicamente conjugado con una visión plurinacional –en el sentido etnográfico del término, como se ha visto–. Sobre ello, podríamos ampliar en una futura entrega para este mismo espacio –también se añaden las cuestiones de género y las creencias religiosas–. Por ahora, los países de Europa, Estados Unidos y las naciones hispanoamericanas han sido terreno propicio para el nuevo desarrollo de un pensamiento único que erosiona las bases de la democracia y de la inteligencia cristiana, y que por tanto amenaza la estabilidad política y económica, como demuestran los hechos. ¿Será que ese mismo liderazgo que en apariencia sostiene la tesis de una soberanía estratégica para asegurar la paz, ha caído en cuenta de cómo insurgen en nuestro propio viraje de suyo radical, esas ideas y actitudes contrarias al destino histórico que nos incumbe?