La revolución democrática desencadenada a partir de finales del siglo XVIII ha subrayado el papel del soberano como portador originario y supremo del poder en la sociedad política. De ello viene a ser expresión manifiesta nuestra carta magna en su artículo 5.
Sujeto de esa soberanía es el pueblo en su conjunto, con su connatural variedad, dentro de la cual se inscriben, entre otras, diferencias de posición social, situación económica, inclinación política y calidad ético-cultural. La democracia, expresión de esa heterogeneidad, debe tener, entre sus objetivos prioritarios, el mantenimiento y cultivo de la unidad de la polis, no a pesar de, sino precisamente mediante el cultivo de una educación en el respeto y delicado manejo de la diversidad, lo cual ha de implicar un consciente y esforzado cultivo del bien común.
Una no rara corruptela de la democracia viene a ser el populismo, que constituye una degradación del pueblo, cuya genuina identidad consiste en: ciudadanía como conjunto de personas, sujetos conscientes y libres. El populismo viene a ser una nivelación del pueblo por lo bajo, basada no en lo racional sino lo pasional, orientada no al protagonismo corresponsable sino a la masificación manipulada. El líder (convertido en capataz) se erige como encarnación y no ya delegado de la gente. A esta no se la forma y estimula a pensar con la propia cabeza, sino a asumir lo que quiere el jefe con su nomenklatura. Un tal sistema no se conjuga, obviamente, con la formación de una comunidad (compartir interpersonal) sino con la confección de una masa (colectivo monocolor), rechazándose así todo lo que significa disidencia u oposición. El llamado socialismo del siglo XXI se identifica con este objetivo de corte totalitario, que cristaliza necesariamente en un poder absorbente único.
La lógica política en esta línea impositiva masificante es de una rigurosa centralización del poder, frente a la división y desconcentración (participativa y subsidiaria) exigida por una genuina dinámica democrática. Al servidor presidente de Montesquieu lo substituye un dominador comandante en jefe. Esa misma lógica conduce a la perpetuación en el poder, de la cual, en Venezuela, las consignas explícitas y publicitadas del referido socialismo, “vinimos para quedarnos” y “por las buenas o por las malas”, expresan un delictivo y desfachatado propósito anticonstitucional.
Quien lee la Constitución Nacional -la cual, sin ser perfecta, merece una alta calificación- encuentra allí una adecuada definición del soberano y de la polis que él está llamado a edificar. Esto aparece claro ya en el Preámbulo y los Principios Fundamentales, que, por cierto, me gusta citar con frecuencia. El problema es que el actual régimen funciona intencional y gustosamente al margen y en violación abierta de la Constitución.
El soberano no simplemente nace sino que se hace. Ha de formarse para actuar como tal. Nos ha faltado en el país, sin embargo, una sistemática y acertada educación democrática (en la libertad, la responsabilidad, la solidaridad, la participación, el bien común y otros temas capitales) para contar con un soberano efectivo. Excusa para ciertos comportamientos anárquicos e irresponsables es que “no somos suizos”. Sin pensar que ellos lo son, no por simple geografía, sino por pedagogía.
Una de las tareas prioritarias para una reconstrucción del país es educarnos los venezolanos en los valores de una genuina democracia. Educación que corresponde no sólo a los planteles específicos -en un tiempo contaron con la materia Moral y Cívica- sino también, comenzando por la familia, a las instituciones religiosas, a los partidos, gremios y asociaciones. No se cosechan peras del olmo.
La educación para la convivencia democrática postula elementos organizacionales, históricos, jurídicos y otros, pero, primordialmente, éticos y espirituales, que tocan lo más profundamente humano. Hay una frase que siempre viene a mi mente al hablar de estas cosas y es aquella de la tragedia Edipo Rey: “Nada son los castillos, nada los barcos, si ninguna persona hay en ellos”.