El 22 de junio de 1941 cayó en domingo.
En la tranquila mañana de verano, el joven compositor ruso Dimitri Shostakovich, nacido en San Petersburgo, un 25 de septiembre hace 117 años, se disponía a ir al estadio de su amada ciudad natal, rebautizada en aquella era soviética como Leningrado. Había ido invitado a ver un partido de fútbol.
Disfrutaba de la caminata cuando, de improviso, el dispositivo de altavoces públicos difundió a toda la ciudad un grave anuncio en la voz del ministro de Asuntos Exteriores, el camarada Viacheslav Molotov: la Alemania de Hitler acababa de invadir sorpresivamente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
En su campaña contra la antigua Unión Soviética, los alemanes lanzaron no menos de 150 divisiones, entre ellas 19 de las temidas divisiones blindadas Panzer. Hablamos de 3.000 tanques, 7.000 piezas de artillería y 2.500 aeronaves de guerra. En total, unos 3 millones de hombres. Aquella fue, en efecto, la más grande y poderosa fuerza invasora registrada hasta entonces en los anales de la historia humana.
Shostakovich recordaba, años después, cómo todo el mundo echó a correr rumbo a sus casas, a esperar noticias más precisas y las instrucciones para la movilización general que con seguridad impartiría en breve el gobierno. “Nuestras vidas, muchas de ellas modestas, fructíferas otras, pero construidas todas sin excepción con gran trabajo en el curso de años muy duros, saltaron de pronto por los aires”, escribió.
En aquel entonces, Shostakovich dirigía el departamento de piano del Conservatorio de Leningrado. Tenia 35 años. Como ejecutante había descollado desde su primera juventud, pero su vocación más avasallante siempre fue la composición. Y aunque de personalidad tímida y retraída, la originalidad de sus obras y su independencia creadora lo habían metido siempre, desde muy joven, en problemas serios con la censura del régimen totalitario del dictador José Stalin.
Sin embargo, el patriotismo, la sensación de ultraje colectivo por el artero ataque y la matanza de pacíficos civiles hizo arder en él un insospechado fuego patriótico.
Comenzó a trabajar en su Séptima sinfonía con los primeros calores de julio. “Ni las salvajes, interminables incursiones aéreas, ni el infernal ruido de los aviones atacantes ni la lúgubre atmósfera de la ciudad bajo asedio menguaban el flujo de las ideas musicales”, recordaría muchos años después.
“Trabajé con una inhumana intensidad que nunca antes había experimentado”. Y lo hizo mientras a su alrededor la ciudad de casi 2 millones de habitantes sucumbía bajo un sitio que habría de durar mucho más de 900 días y provocar la muerte a casi 600.000 personas. El hambre fue la causa de muerte más común.
Durante el asedio, que se prolongó durante los dos inviernos más crudos registrados en un siglo, la gente, famélica, llegó a sacrificar y devorar sus mascotas y, luego, a cuanta alimaña se puso a su alcance. Se registraron estremecedoras historias de canibalismo. Pese a todo ello, Shostakovich continuó componiendo un segundo y tercer movimiento de la sinfonía que dedicaría a la heroica población de la ciudad. Para entonces, ya en toda Rusia era conocido el que su más grande compositor vivo componía una sinfonía en apoyo a la heroica resistencia de Leningrado.
Al recordar aquella época atroz, Shostakovich afirmó, años después, su aborrecimiento por todas las formas de totalitarismo y que Stalin había sido tan criminal como Hitler. Nunca olvidó los terribles años de preguerra, ya bajo la tiranía genocida de Stalin.
«Nunca tuve inconveniente en que llamasen a mi obra Sinfonía de Leningrado», recordaba al final de su vida. “En mi interior, no fue dedicada a la Leningrado sitiada sino a la San Petersburgo culta y civilizada cuyo espíritu Stalin destruyó. Hitler y sus hordas solo terminaron la tarea”.
La reacción inmediata de Shostakovich a la guerra fue alistarse en el Ejército Rojo, pero su corta vista lo incapacitaba para el servicio activo y fue asignado a una unidad de bomberos auxiliares. Esto le permitió, felizmente para nosotros, poder continuar en la composición de su sinfonía. Trabajó frenéticamente y completó el colosal primer movimiento en tan solo seis semanas.
Shostakovich comenzó a componer el segundo movimiento el 4 de septiembre, el mismo día en que se cerró definitivamente el círculo de asedio en torno a la ciudad. El compositor rehusó dejar la ciudad y, más bien, brindó un recital a un reducido grupo de colegas músicos, interpretando al piano el primer movimiento. Una incursión aérea interrumpió la velada y las autoridades militares soviéticas, temiendo por su vida, le ordenaron evacuar la ciudad a comienzos de octubre. Los dos últimos movimientos fueron compuestos en la relativamente segura población de Kuibyshev.
Una orquesta famélica estrena la obra bajo fuego artillero
Para el gobierno soviético, cuya censura ideológica había hostigado a Shostakovich antes de la guerra, se hizo, sin embargo, urgente cuestión propagandística el estreno de la sinfonía que ya todos llamaban “Leningrado”.
En el verano de 1942, la ciudad cumplió un año bajo asedio, la gente caía muerta en las calles bombardeadas, desvanecida por la inanición. Sin embargo, una vez la sinfonía estuvo ya lista, se hizo imperioso deber patriótico estrenarla a cualquier precio en la ciudad que llevaba su nombre. Cuando el director, Karl Elliasberg, recibió instrucciones de comenzar a ensayarla, la única orquesta sinfónica que quedaba en Leningrado —la de la Radio de la ciudad, que llegó a tener 70 profesores— había casi desaparecido, diezmada por el hambre, los bombarderos y las epidemias: apenas 15 músicos se presentaron, tambaleantes y aturdidos por el hambre.
Elliasberg impuso una estricta disciplina, a pesar de las deplorables condiciones físicas de sus músicos y de él mismo. Los ejecutantes de vientos y metales eran quienes peor lo pasaban: muchos se desvanecían sin lograr emitir una sola nota.
El severo Elliasberg reducía la ración de pan a quien llegase tarde o fallase en la ejecución. Trabajaron seis días a la semana, en jornadas agotadoras, ensayando la obra de 58 minutos, fragmento a fragmento, compás por compás, deteniéndose a cada rato para recuperarse. El día del estreno –9 de agosto de 1942— fue la primera vez que la obra fue interpretada de arriba abajo, sin interrupciones.
El esfuerzo bélico de los aliados logró sacar por via aérea una copia microfilmada de la partitura. Luego de hacer escala en Teherán y El Cairo, la partitura llegó a Londres y Nueva York, ciudades donde “la Leningrado” fue estrenada casi simultáneamente con la velada de Leningrado.
Justo antes de comenzar, el Ejército Rojo lanzó un devastador ataque artillero sobre las posiciones enemigas, logrando silenciar sus baterías. Así se aseguraron de que no hubiese interrupciones. La obra fue difundida no solo por radio sino por todo el vasto sistema de altavoces desplegado por toda la ciudad, incluso en el perímetro defensivo, a escasos metros de las tropas sitiadoras alemanas.
Al escucharse el último compás, se hizo un largo y sobrecogedor silencio en el Gran Salón Sinfónico de la ciudad. Y luego estalló un interminable aplauso al tiempo que músicos y parte del público, integrado por dignatarios civiles y militares caían desmayados.
Un alto oficial alemán, melómano y secreto admirador de Shostakovich, escuchó la sinfonía desde la torreta de un tanque, en la primera línea de asedio. Cuenta en sus memorias que vio llorar a soldados alemanes, conmovidos, pero él no hizo nada por reprenderlos.
“Al escuchar aquella obra incomparable escapar del sistema de altavoces de Leningrado, supe que jamás podríamos conquistarla. Nadie podría nunca someter una población capaz de hacer aquello”, escribió años después.
El sitio de Leningrado fue levantado, al fin, por el Ejército Rojo, en enero de 1944. Dimitri Shostakovich siguió, pese a sus inmensurables méritos, siendo hostilizado y censurado por el régimen estalinista hasta el fin de sus días, en 1975.
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