«y ¿como huir, cuando no quedan islas para naufragar?»
Joaquín Sabina, «Peces de ciudad».
Decía Aristóteles Onassis: “Tal vez la voluntad de abandonar todo se torne mi compañera, pero, en vez de huir, correré detrás de lo que deseo“.
Es cierto. Llega un momento, en la vida de todo ser humano, en el cual, sea cual sea su condición, siente la necesidad de huir. La mayoría de las veces, afortunadamente, la huida es hacia delante, ese tipo de huida que nos obliga a avanzar, a dejar atrás lo que hemos sido, para dirigirnos a lo que queremos ser.
La madurez, aparte de dolores, preocupaciones e insomnio, tiene estas cosas. A los veinte años, en la línea de salida, no te planteas siquiera estas gilipolleces, pero cuando, como yo, te das cuenta de que, con suerte, con mucha suerte, ya has consumido la mitad de tu existencia, es hora ya de parar, respirar hondo y, en soledad, pensar con perspectiva en qué posición te encuentras y adónde quieres llegar.
Existen algunos afortunados que, en este trance, se dan cuenta de que están donde quieren estar. Hasta ahora, su trayectoria les ha dirigido por el camino propicio y el destino, benigno, les ha sonreído, llevándoles por el camino de baldosas amarillas que conduce a Oz.
Pocos son los elegidos, aunque muchos los llamados, pero conviene no olvidar que en el camino a la ciudad esmeralda, aparte de la alelada Dorothy, todos los personajes van en pos de su destino. El espantapájaros desea un cerebro; el hombre de hojalata busca un corazón y el león cobarde ansia recuperar su coraje.
Magnífica la sátira de Frank Baum. No creo que haya nadie, o casi nadie, que a los cincuenta, en el ecuador de su vida, siendo demasiado optimista, no se identifique con alguno de los tres personajes o, en algunos casos, con más de uno.
Es cierto que, a poco que hayas aprendido, en lo referente al cerebro algo habrás avanzado. Al menos, en algún recóndito lóbulo de tal órgano, a pesar de la negación, tendrás conciencia de lo vivido y, con un poco de perspectiva, la experiencia te proporcionará alguna ventaja.
Pero en lo referente al corazón y el coraje, la cosa se pone dura.
Hace algunos días, con ocasión de una entrevista que tuve la suerte de realizar a alguien que, sin duda, la merecía, le hice una pregunta que, si bien es un tanto extemporánea, bien merece una reflexión. En realidad, tal pregunta me la he hecho yo en numerosas ocasiones, llegando, por desgracia, a conclusiones bien distintas a las de mi entrevistado. La pregunta en cuestión era que si el tiempo, la experiencia, aparte de mejor artista, lo cual daba por sentado, le había hecho mejor persona.
Lejos de amedrentarse, respondió que sí, que sin duda le había hecho mejor persona.
Afortunada y audaz respuesta, que yo no sería capaz de lanzar al aire con tanta presteza.
Debe ser que yo me encuadro en otro tipo de ser humano, pero, si me paro a pensar, a mí el tiempo no me ha hecho mejor persona. No he aprendido lo suficiente o no lo he asimilado como debiera y, a mis cincuenta años, aun voy a ciegas por el camino, tanteando y golpeándome contra los muebles, en total oscuridad, en muchos ámbitos de mi vida.
¿Se puede burlar al destino cuando ya se peinan canas? ¿Se puede recuperar la ilusión y el coraje a los cincuenta? Yo creo que sí.
Muchas veces huir es tan sencillo como pensar que nada está escrito, sino que eres tú, con cada paso que das, el que diseña el camino, el que dibuja la ruta. No hay que escuchar a las sirenas, no hay que buscar dónde nace el arcoíris. Solo dar un paso, y después otro, y otro, y otro. Con determinación, sin pensar que ya no estás a tiempo.
Hemos dejado pasar muchos trenes. Por fortuna, a otros nos hemos subido a tiempo, pero ahora, en el andén de la estación de nuevo, hemos de decidir si el camino acaba aquí o cogemos otro tren.
Yo, particularmente, vuelvo a las vías.
«Y desafiando el oleaje, sin timón ni timonel, por mis sueños va, ligero de equipaje, sobre un cascarón de nuez, mi corazón de viaje».
Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.